Días atrás murió un docente en Francia asesinado por uno de sus alumnos, a causa de las famosas caricaturas de Mahoma. Es horrible que alguien muera por enseñar unas caricaturas y ejercer su derecho a la libre expresión. Es horrible que alguien asesine y se tome la justicia por su mano. Esto es injustificable.
Dicho lo cual, sigo diciendo que es estúpido medir el grado de libertad de expresión por la ofensa que se causa a un colectivo. Parece que algunos consideran que se es libre en la medida en que se incomoda a otros. Y ya puestos, no hablemos solo del Islam, sino del Cristianismo. Algunos se complacen en dar donde más duele. Y no me refiero al legítimo derecho de crítica a la institución eclesial, que indudablemente tiene mucho de criticable, sino al gusto obsceno por lanzar deyecciones sobre personajes y creencias fundamentales de la fe cristiana. Claro que, en el caso del cristianismo sale gratis, o casi. Salvo el riesgo de enfrentarse a algunos juicios de la asociación de abogados cristianos, que, dicho sea de paso, tienen el curioso efecto de dar una desmesurada publicidad a los actos que organizan los defecadores profesionales. Pero nadie muere por ofender a los cristianos. Aunque a algunos les encante recordarnos las barbaridades de otras épocas, como si las atrocidades del pasado justificaran las majaderías del presente.
Yo he vivido en un país musulmán, y he experimentado en un centro educativo el exquisito respeto hacia las creencias de los otros. Jamás se me hubiera ocurrido reivindicar mi libertad para insultar u ofender. Jamás experimenté el menor gesto de desprecio, crítica u ofensa, porque todos sabíamos que la base de la convivencia es el respeto mutuo. Más bien había una emulación por honrar las fiestas y eventos religiosos de las otras comunidades.
De esto saben poco quienes relacionan la libertad de expresión con la relajación de esfínteres, en ejercicio adolescente de autoafirmación, o de infantil regusto por provocar la reacción de los adultos, cuando el niño suelta palabrotas que no debería decir.
No es de personas maduras recurrir a estos trucos que nos hacen regresar a estadios evolutivos pasados. Quizá el problema es que vivimos en una sociedad profundamente inmadura, narcisista, que se regodea en el ejercicio de sus derechos, sin preguntarse el para qué. Sin medir el dolor y la ofensa que vas a infringir a otros. Con una absoluta carencia de empatía y tolerancia. Ejercer la libertad de expresión para ofender es propio de seres inmaduros.
A posteriori nos rasgaremos las vestiduras y criticaremos la barbarie de otros, y soltaremos el sermón sobre la tolerancia y el respeto. Así no vamos a convencer a aquellos a los que queremos explicar la superioridad de nuestra civilización a base de insultos.
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