Recuerdo la expresión puesta en boca de un niño sirio de pocos años momentos antes de morir abrasado por las heridas del infierno del genocidio en su país: “Cuando vea a Dios, se lo contaré todo”. Se hicieron eco de ella numerosos medios de comunicación, hace ya algún tiempo, dando cuenta del dramatismo de la situación que se ceba con los pequeños, abandonados a su suerte. Pero yo creo que hay mucho más.
La muerte de los inocentes es una de las mayores tragedias con las que se ha enfrentado la humanidad desde siempre. La violencia y la muerte ignominiosa de los débiles e indefensos es incomprensible e inaceptable. Nunca se podrá justificar el sufrimiento del ser humano provocado por el odio y la violencia de los que asesinan, agreden o vulneran los derechos de los demás por defender ideas imperialistas, intereses económicos o sistemas políticos como en esta injustificable invasión.
La reflexión que me provoca el bombardeo de un hospital, la matanza de personas o el éxodo de miles de seres humanos huyendo, como la imagen del pequeño y su expresión inocente invocando con palabras simples la justicia divina, me lleva más allá. Los filósofos de la escuela de Frankfurt, tras la desolación de la Segunda Guerra Mundial, se interrogaron de forma desgarradora sobre el dolor del inocente y la muerte del justo a manos de la barbarie y la sinrazón. Su grito estremeció a generaciones durante las décadas de reconstrucción de Europa. Su apelo fue desnudo y sangrante desde el punto de vista antropológico. Su denuncia fue demoledora: “¿Quién hará justicia a los vencidos de la historia?”.
La historia humana está colmada de vencidos en las fosas comunes del tiempo y en las cunetas de los olvidados. Son los pequeños y los pobres, los asesinados, los masacrados, los apartados y marginados, los que no cuentan, los injustamente delatados, los derribados, los que no tuvieron oportunidades, los ignorados, los aplastados por los mecanismos del poder, los violentados por un sistema en el que medran los poderosos y se descarta a los que no interesan… La mirada en este momento histórico se vuelve a Ucrania, pero ¿quién hará justicia a los vencidos de todos los tiempos? La escuela de Frankfurt apostó por la fuerza revitalizadora del futuro y propuso a su generación ponerse manos a la obra en la reconstrucción de un mundo necesitado de justicia, un mundo diferente, mejor para todos y que poder legar a nuestros hijos. Y este sigue siendo el empeño, mucho tiempo después, de hombres y mujeres de buena voluntad que creemos en la posibilidad de otro mundo necesario.
El rostro enturbiado por el dolor y la muerte del pequeño sirio, como los ojos llenos de lágrimas de un padre ucraniano que saca de los escombros a su hijo, o la mirada perdida de desplazados y refugiados en cualquier parte del mundo, desvela que el corazón humano lleva impresas otras huellas. Se lo diré a Dios. Dios-nuestra-justicia, algún día, llevará a plenitud los anhelos más hondos de los que se quedan a mitad de camino en nuestra intrahistoria. Entonces sabremos que nuestros esfuerzos por amasar un mañana mejor no habrán sido en vano. Son las mismas promesas de Dios las que sostienen nuestro compromiso desde el alzarse del sol hasta su ocaso. Son sus manos en las nuestras las que dan vigor a nuestro trabajo confiado y esperanzado por la paz y la justicia.
Yo también se lo diré a Dios. Se lo digo al anochecer y cuando me levanto. Se lo digo con lágrimas doloridas ante el mal que nos circunda y la luz que parece menguar. Se lo digo en el trabajo cotidiano de desentrañar el dolor y el sufrimiento humanos. Se lo digo desesperado en la esperanza que me habita. Y siempre me llega la brisa fresca de su susurro, aún en el estío y la sequedad. Duele. Pero yo también se lo diré a Dios cuando lo vea y su justicia será definitivamente la nuestra. Será el último y eterno abrazo que pondrá todo en su sitio.
En tiempos de inclemencia no hay nada más verdadero que el llanto de un niño herido, el dolor de una madre que he perdido a su pequeño muerto por la metralla, la mirada perdida del inocente maltratado o el desconsuelo de los más vulnerables. En tiempos de ocaso y posverdad, solo nos puede reconciliar con nosotros mismos el abrazo a los vencidos y el esfuerzo por devolver dignidad a quienes se la han arrebatado. Dios será no solo nuestro futuro, amasado con el compromiso de tantos hombres y mujeres empeñados en hacer mejor la realidad que habitamos, sino nuestro adventus. En Él nuestra Verdad, en Él nuestro sendero, en Él nuestra Vida.
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