Nací en un telar. Recuerdo cómo su lanzadera se desplazaba vertiginosamente de un lado a otro. Al mirar en derredor contemplé grandes telares que trabajaban sin descanso. Imponentes máquinas de vapor les movían con ritmo frenético. Resoplaban.
De la sala de los telares me llevaron a otro pabellón. Decenas de trabajadores cortaban el tejido con enormes tijeras. Luego, hábiles manos femeninas ensamblaban los pedazos y cosían las costuras. Así fue como me convertí en un capote militar.
Comprendí que mi misión sería proteger del frío a algún soldado. Me imaginé en el campo de batalla. Manchado de barro. Empapado por la lluvia. Roto… Acepté mi destino.
Horas después algo comenzó a ir mal. Detectaron dos desgarrones en mi tejido. Fui lanzado a un rincón. Al terminar el día, varios capotes militares defectuosos soportábamos el deshonor en una esquina del taller.
Un escalofrío de horror recorrió mi cuerpo cuando descubrí el terrible destino que me aguardaba: afiladas cuchillas me despedazarían en breve. Pero cuando ya me encontraba al borde de la destrucción… Se escuchó la voz recia de un sargento: ¡Detened la polea! Varios obreros nos retiraron. ¿Qué nuevo infortunio nos aguardaba?
Al amanecer nos depositaron sobre una carreta. Compartíamos espacio con cientos de mantas, camisas y pantalones… La carreta, guiada por dos soldados, abandonó la ciudad. Se adentró por los tortuosos caminos de Valdocco. Se detuvo ante un edificio lleno de niños y jóvenes: “Oratorio de San Francisco de Sales”.
Salió a recibirnos un joven sacerdote al que todos llamaban Don Bosco. Levantó la lona… Nos miró. Sonrió con satisfacción.
Minutos después varios jóvenes nos descargaron. Su alegría mitigó el deshonor de sabernos defectuosos. Comenzó el reparto de prendas militares de abrigo a los muchachos.
Nunca olvidaré la felicidad que se dibujó en el rostro de aquel chico cuando me colocó sobre sus hombros. Enseguida levanté mi cuello de lana hasta taparle las orejas. Le arropé. El calor que yo proporcionaba a su cuerpo, le llegaba hasta el alma.
Durante años le protegí del frío amanecer camino del trabajo. Subí con él al andamio. Le abrigué mientras estudiaba. Cubrí sus noches de invierno… Suplí el calor del hogar que nunca tuvo.
Pero el muchacho se hizo mayor. Un día marchó del Oratorio. Al irse, me dejó tirado en un rincón, como a las cosas viejas cuando se gastan. Yo ya no le hacía falta: él tenía un buen abrigo.
Don Bosco comprendió mi decepción. Se me acercó. Me tomó con cuidado. Y mientras me entregaba a otro muchacho recién llegado, me dijo: “Ánimo, nosotros hacemos el bien sin esperar nada a cambio”.
Cuando el chico recién llegado me puso sobre sus hombros, enseguida levanté mi cuello de lana hasta taparle las orejas… Fui el calor del hogar que nunca tuvo. Comencé de nuevo.
Nota: En repetidas ocasiones Don Bosco escribió al Ministerio de la Guerra solicitando prendas militares para paliar el frío de sus muchachos. Diversos Ministros de la Guerra (tanto anticlericales como conservadores) correspondieron enviándole importantes partidas de: capotes de paño, capotes tournon, pantalones de paño, camisas, calcetines de lana, mantas de lana, mantas de campo… (MBe VII, 260; 468; 691. MBe IX, 843…).
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