Nos hemos acostumbrado a ver la sonrisa de los demás a través de su mirada, aunque realmente, esto no es del todo cierto; no nos acostumbramos.
Cuánto se expresa con una sencilla sonrisa, la expresión de alegría, emoción, nervios… o lo contrario, poder ver la tristeza cuando los ojos no lo muestran. Hemos aprendido a esconder emociones detrás de una mascarilla, a la cual decimos estar acostumbrados, pero cada vez pesas más.
En este segundo trimestre de curso, segundo año de pandemia, viviendo la presencialidad en las aulas hemos normalizado echarnos gel al salir y entrar en clase, a tener la mascarilla puesta en los recreos, a separarnos mientras comemos en el recreo al aire libre o a comer solos cada día para no juntarnos con compañeros por prevención. Nos hemos hecho expertos en vacunas y mascarillas, pero estamos cansados.
Voy con mis alumnos de seis años a cada recreo, les veo seguir su rutina de separarse para tomar la merienda del recreo y no moverse hasta terminar para poder ir a jugar con su mascarilla bien puesta. Sin embargo, tengo que confesar que disfruto cada día el momento en el que se quitan su mascarilla y puedo ver esa sonrisa que me hace sonreír a mí. Esas miradas acompañadas de una sonrisa de complicidad y de felicidad que expresan su alegría, ya sea porque ha llegado la hora de almorzar o por mi interés al preguntarles qué han traído ese día para el recreo.
Cada día, en ese momento, me pesa la mascarilla. Necesitamos volver a ver esas sonrisas sinceras, de alegría o tristeza, pero que expresan cada sentimiento y emoción como nada lo hace en el mundo.
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