Leyendo el documento final del Sínodo sobre los jóvenes he encontrado esta afirmación: “Todos los jóvenes, sin excepción, están en el corazón de Dios y, por tanto, también en el corazón de la Iglesia” (DF 117).
Tengo que decir que esta expresión me gusta de manera particular. El primer motivo por el que reconozco que me gusta es porque no se habla de algunos jóvenes sino de todos. Los padres y los educadores sabemos por experiencia que cada joven es un mundo. Los padres dicen “cada hijo es diferente”, los educadores saben que “cada joven es distinto”. Es cierto, cada persona es un pequeño mundo tejido por situaciones vitales concretas, relaciones fraguadas a lo largo del tiempo, sueños que ocupan el corazón, proyectos que abren al futuro. Somos un misterio para nosotros mismos y no lo somos menos para los demás. El documento final del Sínodo cuando habla de “todos los jóvenes, sin excepción” está hablando de los jóvenes de aquí y de allá, de esta cultura y de la otra, de la religión cristiana, o de otra religión o de ninguna. Todos. El Sínodo ha puesto su mirada en todos los jóvenes. La Iglesia quiere caminar con todos los jóvenes.
El segundo motivo por el que me gusta esta expresión es porque se reconoce que todos los jóvenes están en el corazón de Dios. En Dios estamos todos. Aquí tocamos el misterio sorprendente y entrañable que es Dios, al que no podemos encerrar en nuestros sentimientos o ideas, por apropiados que sean. Dios no traza fronteras, no secciona, no divide, sino que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Timoteo 2,3). En el misterio de Dios todos tenemos nuestro lugar más esencial. En este sentido, no es extraño que el documento final del Sínodo afirme que en los jóvenes Dios nos habla tanto a la Iglesia como al mundo. “Creemos que también hoy Dios habla a la Iglesia y al mundo mediante los jóvenes, su creatividad y su compromiso, así como sus sufrimientos y sus solicitudes de ayuda. Con ellos podemos leer más proféticamente nuestra época y reconocer los signos de los tiempos; por esto los jóvenes son uno de los “lugares teológicos” en los que el Señor nos da a conocer algunas de sus expectativas y desafíos para construir el mañana” (DF 64).
La afirmación, que he destacado al inicio de este escrito, me gusta porque lleva implícito el convencimiento de que los jóvenes son un cauce de renovación eclesial. “La Iglesia sabe por experiencia que para renovarse necesita la contribución de ellos. Los jóvenes, en ciertos aspectos, van por delante de los pastores” (DF 67). La afirmación es atrevida. Los jóvenes van delante. ¿Estaremos dispuestos a aprender de los jóvenes? ¿Sabremos recoger sus inquietudes de renovación? Por lo visto, los jóvenes nos hacen bien y nos ayudan. La Iglesia necesita de los jóvenes.
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