San Francisco de Sales hace en la Introducción a la vida devota una invitación que en su época pareció revolucionaria: “Ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado”. Es decir, invitaba a todos los cristianos a ser santos en medio de los propios trabajos y afanes: “Dondequiera que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta”. En cualquier estado, lugar o situación estamos llamados a la santidad.
Acoger la invitación a la santidad es acoger la gracia y el amor de Dios. San Francisco de Sales concentra la santidad en lo esencial. Y lo esencial para el cristiano en medio de sus trabajos, relaciones y deberes, es el amor de Dios. La santidad es accesible a todos porque, en el fondo, no es otra cosa que el amor de Dios. Brota del amor de Dios y se manifiesta en el amor. Para emprender el camino de la santidad hay que creer en el amor y acoger el amor con el que Él nos ama.
Se vive y realiza en la vida cotidiana. No es ajena ni a los talleres, ni a los comercios, ni a los hogares familiares. No aparta a nadie de sus tareas de cada día, de su profesión, de su trabajo, relaciones y compromisos; al contrario, estimula a realizarlos con mayor competencia y perfección. Dios nos llama a la santidad en las condiciones ordinarias de la vida; la realizamos, gestionando los propios asuntos temporales y ordenándolos a Dios.
Esta escuela de santidad centrada en el amor, que se desarrolla en la vida cotidiana, está sustentada en una base firme de realismo, mesura, equilibrio y sentido práctico. Es una santidad humana y humanista, impregnada de optimismo y alegría. San Francisco de Sales cree en el hombre, en su maravilloso entramado de naturaleza y gracia, en la posibilidad de superación, en las virtudes humanas. Por una tendencia instintiva al equilibrio y por un conocimiento profundo del corazón humano, se acerca a la persona con comprensión y ternura; no pide grandes esfuerzos ascéticos; es indulgente con la debilidad; anima positivamente en el camino de la perfección.
Cuestión de alegría
En este sentido, uno de los aspectos que llaman la atención en la propuesta de la santidad salesiana es la alegría. Para el santo, la alegría es el gozo de vivir manifestado en la vida sencilla de cada día; es aceptación de los acontecimientos como camino concreto de la voluntad de Dios. Pero, sobre todo, la verdadera y más profunda alegría radica en llegar a “contemplar el rostro de Dios tan deseable, mejor dicho, lo único deseable para las almas…”.
La alegría salesiana se sitúa más allá de los éxitos, de que las cosas nos vayan bien; del ruido y el frenesí; de las cosas, consumos, pasatiempos; de nuestra sensibilidad y afectividad. Radica en que la alegría de Cristo está en nosotros. ¡Cómo no vivir con alegría si tenemos la certeza de que Dios nos ama y su gracia hace posible que respondamos a su amor!
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