Cardenal Silva Henríquez, «alma de Chile»

De andar y pensar   |   Paco de Coro

12 diciembre 2018

Hizo de su vida la mejor de las biografías que generó la defensa de los derechos humanos en los años de efervescencia en Chile, mediando por los grupos de desposeídos en los gobiernos de Eduardo Frey Montalva y Salvador Allende, y salvaguardando los derechos esenciales de miles de chilenos y chilenas en el periodo 1973-1990. Coleccionista de premios internacionales, inteligente, perspicaz, cultísimo y hasta profeta, borró casi todas las huellas de su biografía para ejercer de líder y, más aún, de obsesión.

            Raúl Silva Henríquez era un niño presumido, de pelo negro, ojos vivos y una cabeza poblada de ideas extraordinarias que le otorgaban ese punto abisal que tienen las rarezas verdaderas. Nació en Talca (Chile) el 27 de septiembre de 1907, una madrugada en que, dicen, soplaba un aire demasiado loco como para recibir a nadie en casa. Raúl creció en un bautismo de hermanos, hasta 18, él sería el 16, hijo de acaudalados progenitores, que decidieron hacer de él una alforja de sabiduría y virtudes. A los 16 años comenzó sus estudios de Derecho en la Universidad Católica de Santiago y obtuvo el título de abogado en 1929.

            Comprendió pronto que para ser algo en la vida uno debe hacer la guerra por su cuenta y quizás por eso se hizo salesiano. Entró en su noviciado en 1930 y en 1939 completó sus estudios en Turín, Italia, donde se ordenó sacerdote. Pero más allá de aquel interesante oficio de ser un profesor cualificado en el Instituto Teológico Salesiano de La Cisterna, crecía en él el incalculable afán redentorista de no fiarse de las apariencias y apostar por la realidad de su pueblo. Le atraía lo social, lo humanista y manifestaba una suerte de cualidades que ensanchaban aún más sus deseos. Todo en su hábitat era excesivo. Todo apuntaba hacia una vocación sin límites desde la que fue construyendo una biografía universal, nacional y popular. Silva, “en nombre de Dios” y en el cauce de San Juan Bosco, devastó cualquier huella de intolerancia o de fanatismo en la política del país, desde su sede como cardenal arzobispo de Santiago.

            Con una pasión de misionero obcecado se enamoró del Jesucristo del “Sermón de la Montaña” y apostó por contornear en la sociedad chilena las entrañas de misericordia, a través, sobre todo de la “Vicaría de Solidaridad”, pero no sólo. Aunque carecía de nociones sobre el trato con tiranos, poseía un instinto de jaguar que iba apuntalando por dentro –entre dictaduras- el cimiento de una sociedad solidaria, justa, esperanzada, “con límites que nadie debía transgredir” (Michelle Bachelet).

            Silva marcó estilo de “hacer iglesia” y patentó un modo de andar por la vida, sin despeñarse por el agudísimo filo de aquella dictadura de Pinochet que hacía de cualquiera una víctima. Los embates del tirano formaron parte de su itinerario episcopal, pero sus formas detonantes, tranquilas y continuadas, fueron el mejor seguro de vida para la Iglesia y al mismo tiempo, el zotal de los recelos de los compañeros de oficio.

            El cardenal de todas las apuestas tiraba de una ideología donde cada vez ocupaba más espacio la mansedumbre y quizás los deseos de volver a ser aquel pequeñajo de provincias que iba al instituto Blanco Encalada de Talca pisando sobre una alfombra de amigos y compañeros que ladraban. Hacía tiempo que el mejor cardenal de Chile había aprendido a abrirse paso desde el interior de su inteligencia, explosiva y acompasada, sin que dejasen rastro los comentarios bantúes del respetable.

            Amigo Javier, para llegar hasta el fondo de Silva Henríquez hay que pasar por las tuberías de Chile y de América. Mucho en él se manifiesta en las escenas de los “Te Deum”, que no son rutinas, sino compromiso y ya leyenda.

            Silva Henríquez, sabes de sobra que el recorrido con el acero del poder no siempre es limpio y puede acumular rastros de sangre. Tuviste que acercarte a él, hablarle de “derechos humanos”, aunque te contestara en lenguajes de agresión y muerte.

            Desenvuelves el epicentro de tu vida en Chile, donde el mundo se ensancha y ensancha y se pierde allá en el fin de la tierra y del mar del Océano Pacífico y donde sabes muy bien cuál es el sitio que buscas. Eres hombre de gesto atrevido. De rostro coloreado. De cuerpo fuerte. Tienes una presencia acorazada que al mirarla hace incómoda la insinceridad del pensamiento.

“No podemos permitir -decías- permitir que una generación o un sector de nuestro pueblo sienta trascurrir y pasar, en amarga impotencia, su oportunidad única de vivir humanamente. La impaciencia del amor cristiano no tolera, por eso, que nuestras energías y talentos se inviertan en otras cosas que en construir” (TD 18-IX-1975).

            Te Deum.

            Te instalas en el epicentro católico que capitanea Pablo VI, en la línea “parroquial” de Juan XXIII, desde el Vaticano II y en el meollo de la vida nacional e internacional como mediador entre Chile y Argentina. No eres un camafeo más de nadie, sino que, listo y hábil, sabes danzar entre esos vanidosos políticos con algo de revolución en su mente bipolar, a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis. En medio de esa majada de intelectuales, militares, políticos, eclesiásticos y demás fauna santiaguina y bonaerense, Silva Henríquez tomas posiciones en “la Vicaria de la Solidaridad” y desarrollas un cristianismo de vanguardia, con el que das muestra de talento y de tu gran capacidad para hacer danzar los grises humanos que quedan en medio del blanco y el negro, del azul y el rojo.

“Un enfrentamiento entre hermanos -añadías- sería absurdo y suicida, como tan vigorosamente acaban de manifestarlo, en forma conjunta, y todo se pierde con la guerra, nos recuerda constantemente el magisterio de la Iglesia. La paz tiene un nombre: Cristo. Y entre hombres y pueblos hermanados por la misma fe en Cristo la paz tiene que ser posible, la paz es un deber” (TD 18-IX-1978).

            Gastas un par de amores antes de llegar al farallón fértil de la patria, Chile. Primero con el Evangelio de Jesús, que descubre las bondades y exigencias del cristianismo y con las que alcanzar los éxtasis feroces de la intemperie y la pobreza vivida, poniendo a prueba los límites del egoísmo. Y después, el Evangelio con Don Bosco, el de la misericordia y el de las obras de misericordia. Pero este resulta ya un extenso percal para tus exigencias, dueño de un apetito creciente donde los avatares de cada hombre son la plantilla de todas las virtudes que caben en el camarín de la Patria.

“En definitiva, -concluías- todo el odio pasará, la muerte será también vencida, y sólo quedara la patria –la familia de hombres que juntos vivieron, lucharon, creyeron y esperaron, la familia de hombres que renunciaron a odiarse porque tenían muy poco tiempo para amarse” (TD 18-IX-1974).

            Te Deum.

            Amigo Javier, en su entrega a la iglesia y a Chile, Silva Henríquez aparca su propia obra. Ambos ejercen para él de amantes, de impulsos, de modelos y de agentes vitales como intérprete cualificado de los vientos de cambio que respira la sociedad chilena en los años sesenta y comienzos de los setenta. La prensa registra cada paso del cardenal, del acierto al arrepentimiento, de la decisión al desplante. Él se deja fotografiar como si en esas imágenes estuviese el principio de otra Altamira, de otra primitiva Iglesia (“Y tenían todo en común”).

            Silva Henríquez está cada vez más envenenado del pueblo chileno. Su fidelidad intelectual parece resquebrajar su clarividencia fulminante. Pero no. Señala: “Quiero que en mi país todos vivan con dignidad. La lucha contra la miseria es una tarea de la cual nadie puede sentirse excluido. Quiero que en Chile no haya más miseria para los pobres. Que cada niño tenga una escuela donde estudiar. Que los enfermos puedan acceder fácilmente a la salud. Que cada jefe de hogar tenga un trabajo estable y que le permita alimentar a su familia”.

            Una vez que esa misión episcopal del “cardenal del pueblo” queda rematada a sus 75 años, renuncia a la sede y marcha al Seminario Pontificio Menor como director espiritual y al Instituto de Humanidades Luis Campino donde el sol y el aire le aclimatan y atemperan los deseos. Es una tregua de diez años para sus propias fiebres, un reposo de falso quieto.

            Pero Silva Henríquez es, principalmente, el pontífice que ama. El amante dañado.  La víctima. El convencido. El excluido. El desencajado. El desafiado. El ungido. El abanderado del pueblo chileno, que acumula la gran atracción que desarma, «el alma de Chile», cuyo primer rasgo «es el primado de la libertad por sobre toda forma de opresión».

PD.: Amigo Javier, en dos ocasiones acompañé a don Raúl en el mismo coche, conducido por el salesiano D. Scuccato por indicación del director, P. Pavanetti, del Instituto Internacional de San Tarsicio de Roma, desde San Tarsicio al Vaticano, para hacerle compañía, mientras le recibían en unos y otros dicasterios. Marcado ya por la leyenda, pensé construirle un diálogo un tanto artificial. Sin embargo, él me habló enseguida de Madrid, de los salesianos madrileños en Chile, de España. Por sorpresa me dijo: "P. Francisco, Francisco, ¿no? ¿Sabe que tiene usted cara de luchador?", mientras levantaba el pulgar de la mano derecha. Quizás fue la forma de hacerme sitio y no solo en el coche. Fue el primero en decírmelo a lo largo de mi vida. Como todo en él tenía mucho de acontecimiento, lo quiero recordar aquí.

3 Comentarios

  1. PepeG

    Buenísimo Paco! Q grandeza de hombre, herramienta De Dios para servir y expresar LA VERDAD, en momentos convulsos, que nuestra indigencia nos lleva a producir sistemática y consistentemente a lo largo de la historia.

    Responder
  2. Iñaki

    Quizá fuese el primero en percibir la cara de luchador! ….Pero desde entonces hay legión de quienes pueden dar testimonio de ello. Te Deum

    Responder
  3. MAC

    Siempre dando buenas referencias. ¡Excelente!

    Responder

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