Carta de un salesiano a San Juan Bosco

De andar y pensar   |   Paco de Coro

16 abril 2020

Querido San Juan Bosco:

            Espero que al recibo de esta te encuentres bien, yo bien gracias a Dios. Desde bien pequeño aprendí a caminar descalzo sobre una alfombra de textos tuyos, entresacados de las Filminas Don Bosco que la SEI de Madrid ponía en manos de los curas para las catequesis de los sábados y domingos en todas las parroquias de España.

            Con 6 años tuve el alma rozada por tu biografía que tenía que leer en público en el salón parroquial de Casbas de Huesca, donde mi tío mosén Gregorio era arcipreste y mi abuela Mamá Nona la respetable ama de llaves de la abadía, la parroquia de San Nicolás y el Real Monasterio Cisterciense de Nuestra Señora la Virgen de Gloria.

            Llevo, pues, al niño que fui, y acaso al que no fui, adherido a mi mentalidad como una rémora gustosa. Y ese niño, me requiere, me contamina de inocencias, curiosidad y atrevimiento, me suplanta a cada paso con una tenacidad innegociable. No sé vivir sin esas réplicas en miniatura de los hombres consecutivos que he sido. Aquel niño arrinconado en mis propias fantasías, aquel muchacho despierto e irritable enchiquerado en mis ensoñaciones de seminarios, aquel jubiloso e independiente cura joven que comenzó a desbarrar en la Universidad Gregoriana de Roma hasta que logré el altísimo galardón de ser animado a sondear los papeles del Archivo Secreto Vaticano de la mano de Blet, Villoslada y Batllori, que era algo así como la Legión de Honor para un muchacho con sed de vida propia; con la bendición fabulosa de Luis Chiandotto, Antonio Javierre, Vincenzo Recchia, Virgilio Battezzati.

            La muerte se instaló en mi vida, llevándose a mis más queridos bien pronto y poco a poco me fue tunelando. No que quejo, lo destaco. A ti te pasó ya desde los 2 años nada menos. Oye, y bastantes de los muchachos de hoy que conozco les ha pasado lo mismo. ¿El padre? ¿Y qué es eso? No se sabe bien de qué va la vida hasta que no pierdes a tu padre (por enfermedad, muerte, separación, huida). Pocos seres, y menos en una Congregación, saben posponer el daño de la incomprensión en beneficio de vivir todo a mi manera, de sufrir a mi modo, de dar y de perder. He preferido desajustarme de cualquier mundo para ajustarme a mí mismo, única manera de serte fiel a ti y, sobre todo, a nuestro buen Dios.

            He solido encarnar un variado surtido de vocaciones y te agradezco mucho que me hayas permitido cumplirlas de la mano de intuitivos y magnánimos salesianos: Maximiliano Francoy, Cosme Robredo, Aureliano Laguna, Jesús Guerra y Luis Manuel Moral, por ejemplo: osado navegante, asiduo amigo, insolente apasionado –pedagogo, orador y hasta pintor de brocha no tan gorda– editor ejemplar, profesor y predicador con el incómodo aderezo de la teatralidad, heredada de mi abuelo Alejandro, cómico de profesión y mi abuela Nona, bailarina de zarzuela y tapicera de la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Después de dejar en mis libros, cursos, conferencias el arañazo de confidencias calidad y una valentía de bestia solitaria, el resultado ha sido una gárgola imaginaria de la Catedral Vieja de Vitoria, la de Santa María, eje vertebral de mis 12 libros de Historia de la Iglesia en el País Vasco, que pocos han leído. Nada que ver con la metafísica espectacular y sapiente de tantos otros historiadores inexplicables, campanudos y todavía menos leídos.

            Querido San Juan Bosco, he arrastrado elegancia y llagas de mi madre. Usos y costumbres de tifón de mi padre. Hice de mi vida –son ya 78 años– un recinto privado. Un espacio confesional. Una suerte de paz minoica en forma de largo exorcismo. Y a veces una calma recia en la guerra civil de mi ánimo, abierto siempre a cualquier muchacho de emociones mutiladas por su propia incultura o espanto.

            Mira, Maestro de la juventud, si cada vida desparejada hace surco en la humanidad, en la sociedad, en la Iglesia, ¿por qué razón no puede hacer surco en la Orden de los salesianos? A mí siempre me has gustado y mucho porque sin necesidad de regularte la vista eras capaz de ver a los muchachos invisibles que duermen en una escalera (tú dormiste de adolescente dos años en una escalera del Café Pianta, en Chieri), de ver a las chicas visibles que hacen la calle (supiste patear las callejuelas del barrio del Dora en Turín), a los alcoholizados tirados en sus propias heces y vomitonas (de pequeñajo en I Becchi, te montabas a horcajadas en los hombros de Beppo y compartíais libertad y oxígeno). Cuántas veces se lo he repetido a mis alumnos, amigos, fieles e infieles… Cada uno ve lo que lleva ya dentro. ¿Por qué se nos quiere hacer ver lo mismo, cuando tenemos ojos distintos? ¿Por qué el top ten de cada vida desparejada tiene que asemejarse al molde de fuera, cuando el castillo de cada noche de Reyes fue tan distinto, o el de Papa Noel, o el de San Nicolás, o el de la Beffana, o el de Olantxero? Yo sé lo que me digo. Y tú mejor que yo.

Mira, querido San Juan Bosco, me he convertido en un furtivo de naturaleza inflamable que no acepto la estupidez. Lo siento. Me da dentera. Cuando el médico te dice: Don Francisco, tiene usted una cardiopatía isquémica. Enfermedad de tres vasos coronarios. Hay que operar a vida o muerte. Pufff. ¿De qué sirven tantas fórmulas, mitos, ritos, rutinas? Yo creo que un cura católico ha de ser por encima de todo un sable contra todo tipo de idiotas y entiendo cualquier fanatismo no sólo como una enfermedad de palabras, sino como un cáncer incurable en el alma de cualquier institución. Se nos propone tu Carta de Roma como el “Evangelio de Don Bosco”. De todas maneras, el mundo juvenil comenzaba a ordenarse a tu alrededor con ese desorden de los hombres inconformistas que tienen por segunda piel un fuego perpetuo.

            Me gustan tus palabras viejas, para fuegos nuevos.

            En esa otra biblia, que es un corazón para amar y dos brazos abiertos para abrazar, cualquier muchacho de ayer, de hoy y de mañana, sabía y sabe detectar el caudal que tu traías de “razón, religión y amor”, pues comenzaba a ser libre con zancadas de pie fino sólo con observarte o ser observado por ti. En el cauce de San Agustín de “Ama y haz lo que quieras” tus palabras viejas: “Hazte amar”, “que vean que son amados”, algo empezaba a tener sentido y Valdocco suena ya en los tugurios agrios de la noche como la revelación que tú empezabas a ser. El misterio de tu vida hizo nido a la vez en los salones de la alta nobleza turinesa, que de la Casa Real, que de los ministros masones Cavour, Ratazzi o Siccardi, cifrando en ti, de profesión simpático, la nueva pasión colectiva por un hombre menudo que posaba de frente en las fotos con la algarabía de quien sabe mirar al otro como si lo amara definitivamente.

            Oye, San Juan Bosco, pocas veces se repara en esto y quiero que me lo apuntes en mis derechos de autor, sí, en los copyright de un mindundi del barrio jaranero, “cool” y hortera de Lavapiés en Madrid –que luego vienen los bandoleros y contrabandistas de la historia y te chupan hasta el tuétano, con tal de conquistar cualquier tablao. Gastaste una anatomía de elfo, es decir, de hombre diminuto recién salido del fondo de los bosques piamonteses (creo que medías 1,65 y les insinuabas a los fotógrafos que añadieran 10 centímetros de nada para alcanzar cierta enjundia). Llevabas una ropilla ancha que te fragilizaba el cuerpo –de por sí rocoso– y que se te evaporaba por las mangas grandes de la sotana. Tus pintores y retratistas cuidan mucho tu melena de violinista romántico influyente (en el “Todo Turín” se bailaba la polka de Don Bosco) y suicida a tu manera (no porque te tiraras por el balcón del Casino, sino porque burlaste el “baile agarrao” de unas parejas, machacando tu violín y estampándolo en plena plaza).

            Hablabas a tu ritmo, mirabas a tu manera, sonreías siempre, aunque no te saliera y te ibas cuando era preciso. No exigías nunca complicidades, ni siquiera atenciones, como tantos discípulos tuyos que yo he podido conocer ¡Ah! Y jamás te quejaste en público de haber estado tantos años patrocinado o por el olvido, o por la tergiversación, o por el desprecio y la maledicencia de los tuyos.

            Querido San Juan Bosco, mientras te escribo me entero de la muerte del salesiano Avelino Uña, en Oviedo, por el coronavirus, mientras seco y profundo, como un disparo, concluye el Capítulo General 28 de los salesianos. “¡Qué lejos queda todo!” ¡Qué lejos quedo yo!”. Vapuleados por los miles de contagiados en Madrid, en Milán… se acaban las citas, las agendas, las apuestas. Siempre anduve a la búsqueda de la palabra de honor. Me estremezco al contemplarme más despacio. Al frotar mis manos, me quedo perplejo. “¿Pero estas son mis manos?”. Me miro en el espejo y acaricio las arrugas de mi paisaje madrileño y manchego, la piel tersa de mi País Vasco y de mi Roma inolvidada. A lo mejor, lo mejor es marcharse con suavidad y de otros cielos y otros suelos contemplar este mundo que nos expulsa, porque dejó ya ser nuestro. A Dios, San Juan Bosco, Paco de Coro. 20-III-2020

P.D.: Ah, oye. Me olvidaba. Desde el día 13 de marzo, sentí síntomas de gripe, pero esta me pareció especial. El día 17 no podía con mi alma. Y tiré la toalla. Y me tiraba en la cama como último recurso. Le pedí a Dios morir, varias veces. Los médicos dijeron que era una infección de coronavirus de libro. Pero ya lo contaré en otro artículo. Vale.

2 Comentarios

  1. MAC

    ¡Enhorabuena!. Me he tenido que leer todo este precioso artículo para enterarme que ha superado el COVID-19. Ahora tiene usted otro super- suero en su sangre. El primero es el de ser un gran maestro al que admiro más con la perspectiva de los años.

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  2. Isaac

    La carta ha quedado sobre la mesa y con ella la satisfacción de haber podido leerla y más aún la impaciente espera de ese otro artículo prometido contándonos su comunión con el Covid 19 al que si no es por que merece la más profunda execración, le ovacionaría por haberse retirado a tiempo para que nos lo pueda contar.

    Responder

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