
Begoña Rodríguez
Hay conversaciones que nunca ocurren en voz alta, pero laten en el aire como si buscaran un cauce. Entre madres y jóvenes suele haber un océano de gestos, silencios, puertas que se cierran y corazones que, en secreto, se buscan.
Este texto no pretende ser un diálogo real, sino un puente imaginario: dos cartas que quizás nunca se envíen, pero que existen en ese territorio invisible donde habitan los afectos.
Carta de la madre
Hijo,
Te observo desde la penumbra del pasillo, y me parece que tu sombra se ha estirado más rápido que mis abrazos. Ya no corres a buscarme con las manos llenas de garabatos, ahora caminas con los bolsillos repletos de secretos.
Tus silencios son mares donde no siempre sé nadar, pero aún reconozco el faro de tu mirada. Quiero decirte que no temo a tu vuelo, que mis manos aprendieron hace tiempo el arte de soltar.
Solo deseo que recuerdes, en medio del ruido y de las tormentas, que aquí sigue tu casa: una lámpara encendida, un plato caliente, una voz que pronuncia tu nombre con ternura.
Respuesta del hijo
Mamá,
A veces mis palabras se esconden como pájaros asustados, y me queda solo el ruido de las alas dentro del pecho. Por eso me encierro. No porque no te necesite, sino porque no sé traducir en voz lo que siento.
Tus preguntas me irritan, pero al mismo tiempo me salvan: son hilos que me atan a la orilla cuando el río me arrastra.
No te lo digo nunca, pero llevo tu voz como quien lleva una brújula en el bolsillo: callada, invisible, pero necesaria para no perderme en el laberinto que soy.
Entre madres y jóvenes siempre hay una danza de distancia y cercanía. El hijo que quiere romper las cadenas, la madre que aprende a ser orilla y no ancla. Y, sin embargo, bajo todas las discusiones, los silencios y los gestos mal entendidos, hay un lenguaje secreto que nunca desaparece: el amor que no sabe hablar, pero que nunca deja de estar.
0 comentarios