Hace ya unos años un grupo de profesionales de Televisión Española acudió a Ruanda a filmar un reportaje sobre las masacres tribales que se habían vivido entre las etnias hutu y tutsi.
El horror de lo que ocurrió en Ruanda se conoció tiempo después. Lo cierto es que hubo un estallido de violencia incontenida que provocó 800.000 muertos en un mes. Estos eran de la minoritaria etnia tutsi y la mayor parte de ellos fueron abatidos a machetazos. No hubo distinción entre hombres, mujeres, ancianos o niños. La carnicería fue terrible y las cuatro quintas partes de los tutsis fueron exterminados.
Mientras esto ocurría, la ONU miró hacia otro lado y su papel fue ayudar a repatriar a los blancos que se encontraban en el país, dejando a merced de los machetes a los ruandeses indefensos ante el genocidio que se estaba dando.
Todavía hoy resulta incomprensible el vergonzoso papel de las Naciones Unidas en aquel 1994.
Cuando el equipo de televisión acudió a Ruanda había pasado ya un mes largo de los acontecimientos. Aterrizaron en aquel país donde la sangre había corrido a raudales semanas antes y, para sorpresa suya, fueron acogidos por unos compatriotas. Eran misioneros y misioneras de España que llevaban años allí y se habían negado a abandonar al pueblo ruandés, independientemente de su etnia, para compartir la suerte de las víctimas. Estos misioneros eran los supervivientes de la tragedia porque muchos habían caído bajo los machetes y habían derramado su sangre en aquella tierra maldita y de Dios a la que tanto habían amado.
Cuando el equipo de televisión española conoció a aquellos españoles se les desmontaron muchas de las ideas que traían de la burguesita madre patria en la que todavía se piensa que los misioneros van a bautizar negritos. Descubrieron un colectivo de hombres y mujeres capaces de dejarse la piel con dignidad bajo el signo de la cruz.
El agradecimiento de estos técnicos se tradujo en regalarles –regalarnos- un hermoso reportaje que no estaba previsto. Lo titularon África en el corazón y sigue siendo hoy un documento tan estremecedor como bello que nos ayuda a descubrir las motivaciones que le llevan a una persona a dar la vida en nombre de Jesús de Nazaret.
Digo esto ahora, cuando un día sí y otro también, los medios de comunicación hablan de los abusos pederastas de algunos eclesiásticos. Los que amamos a la Iglesia nos sentimos escandalizados y avergonzados por estas conductas degeneradas que han hecho tanto daño a la vida de inocentes. Quiera Dios que la Iglesia aprenda la lección y sepa cómo afrontar con madurez y justicia todas estas conductas.
Pero me van a permitir que les diga también que da la sensación que esta sea una conducta generalizada en los eclesiásticos, y es ahí cuando tengo que decir que no. Esta generalización es injusta. La mayoría de los curas, y conozco a más de uno, son personas buenas que dan lo mejor de sí mismo para hacer que esta tierra se parezca un poquito más a la que quería Jesús de Nazaret. Lo ciertamente lastimoso es que de estos curas casi nunca se habla en los medios. De vez en cuando sí aparece algún sacerdote en una serie española o en algún culebrón latinoamericano y entonces es peor el remedio que la enfermedad, porque son dibujados como unos memos desfasados de su sociedad y de su ambiente que inspiran la risa y la pena.
Pues bien, en medio de este aluvión de noticias sobre pederastia en la Iglesia creo que los que nos sentimos hijos de ella debemos asumir las responsabilidades que toquen y estar vigilantes para que estos delitos no vuelvan a ocurrir. Pero debemos manifestar también, con sencillez y sinceridad que la mayoría de los sacerdotes no son así y son gente buena y sencilla.
Pienso en los curas de nuestros pueblos, gente popular y entregada a pesar de sus edades; en aquellos que dejan la vida en la misiones, allá donde ningún hombre prudente se aventura a llegar; en los que se desgastan cada día en las escuelas, en los barrios, en el mundo del trabajo; en aquellos que se esfuerzan para que la liturgia sea digna y familiar; en los que son una bendición en los hospitales; en los que desgajan su vida -día a día- entre los pobres; en los que acogen incondicionalmente a los inmigrantes, en los que trabajan con drogadictos o chicos problemáticos; en los que escriben, investigan se adentran en los fascinantes mundos de la teología; en los que animan la catequesis y a los catequistas; en los que -a pesar de sus años- se llevan de excursión y de colonias a los niños; en los que escuchan a todos y perdonan a todos; en los que preparan concienzudamente la predicación; en los que van a ver a los enfermos y a los ancianos; en los que apuestan por los jóvenes y caminan a su lado; en muchos curas… en nuestros curas, que -a pesar de su defectos- son causa de esperanza para quienes les rodean. Son portadores del evangelio y -gracias a Dios- nunca saldrán en la tele.
Gracias por esta reflexión. Una prueba del agradecimiento popular hacia muchos curas de diferentes épocas, son las calles dedicadas a ellos en numerosas ciudades de nuestra geografía. Y no hablo solo de obispos ilustres, sino de curas de parroquia que con frecuencia han vivido durante largos años en un mismo pueblo, y conocen a varias generaciones de feligreses.