En el capítulo 14 del Evangelio de Lucas, encontramos la historia en la que Jesús acepta la invitación a cenar en la casa de un importante fariseo. Jesús entra en un espacio lleno de intereses sociales y actitudes religiosas superficiales, donde la cena se convierte en un teatro de la ambición humana, en el que los invitados compiten por posiciones que reflejan su estatus e importancia.
Jesús, siempre agudo observador de la naturaleza humana, transforma este momento de maniobras sociales en una profunda enseñanza sobre los fundamentos mismos del discipulado cristiano.
Tratemos de comprender cómo esta situación nos habla a nosotros, que estamos comprometidos con la educación y evangelización de los jóvenes. ¿Cuántas veces nos vemos condicionados por algunos rasgos que Jesús señala: la sutil competencia por el reconocimiento e influencia o el deseo de parecer el mejor? Creo que la cena del fariseo se convierte en un espejo para nuestros contextos ministeriales y pastorales, desafiándonos a examinar nuestras motivaciones, métodos y elecciones cotidianas.
El problema: falsas ilusiones de prominencia
Jesús observa cómo los invitados eligen los lugares de honor, revelando una tendencia humana fundamental que va mucho más allá de la etiqueta de la cena. Esta carrera por los primeros puestos expone lo que podríamos llamar “la ilusión de la prominencia”, la falsa creencia de que nuestro valor y eficacia se miden por el reconocimiento, estatus y honores que otros nos otorgan.
Es una ilusión que también nos atrapa a nosotros, educadores y educadoras, que nos dedicamos a la pastoral juvenil. Es una tentación que se manifiesta de muchas maneras. Podemos encontrarnos buscando el aprecio de los padres, el reconocimiento de los administradores o la gratitud de los estudiantes. Podríamos competir inconscientemente con nuestros colegas por la etiqueta de “profesor más eficaz” o la reputación de “animador juvenil que todos quieren”. El deseo de prominencia puede infiltrarse sutilmente en nuestra misión, transformando lo que debería ser un servicio desinteresado en una actuación, siguiendo nuestra propia agenda.
No olvidemos que la ilusión de la prominencia es especialmente peligrosa cuando se trabaja con jóvenes, ya que ellos, que poseen una sensibilidad aguda en relación con la autenticidad, perciben inmediatamente cuando los adultos los utilizan como medios para su propia validación personal en lugar de invertir genuinamente en su crecimiento integral. Cuando actuamos desde la ilusión de la prominencia, enseñamos inadvertidamente a los jóvenes que las relaciones son transaccionales y utilitarias, que el amor debe ganarse a través del rendimiento y que los demás son un trampolín para nuestras ambiciones personales.
La primera enseñanza: elegir el último lugar
La enseñanza de Jesús de ocupar el lugar más bajo en lugar de presumir del honor es más que una estrategia social: requiere un cambio fundamental en la orientación del corazón. La verdadera humildad no es autodesprecio ni falsa modestia, sino más bien una comprensión precisa de nuestra posición ante Dios y en relación con los demás.
En los contextos educativos y pastorales, elegir el último lugar significa acercarse a los jóvenes sin la presunción de que nuestra edad, experiencia o posición nos otorgan automáticamente autoridad o respeto. Significa estar dispuestos a aprender de ellos, dejarnos sorprender por sus intuiciones y reconocer cuando no tenemos respuestas. Esta humildad crea espacio para que surja una relación auténtica.
Cuando elegimos el último lugar, modelamos para los jóvenes lo que significa vivir sin la necesidad constante de validación externa tan común hoy en día en la era de las redes sociales. Demostramos que nuestra identidad y valor no dependen del reconocimiento o éxito, sino que surgen de nuestra relación con Dios, que nos lleva a tomar decisiones saludables en favor de los demás. Esto resulta poderoso para los adolescentes, que a menudo se ven atrapados en ciclos de ansiedad por el rendimiento y comparación con sus compañeros.
La segunda enseñanza: la caridad práctica
Jesús pasa entonces de comentar la humildad personal a proponer la caridad estructural: invitar “a los pobres, lisiados, cojos y ciegos” en lugar de a aquellos que pueden corresponderle supone un replanteamiento radical de la relación basada en el don más que en el intercambio.
Con demasiada frecuencia, nuestra energía y atención se centran en los jóvenes que son más fáciles de tratar, más receptivos a nuestros esfuerzos o que nos hacen parecer exitosos. Naturalmente, invertimos en relaciones que nos proporcionan comentarios positivos y resultados visibles.
Jesús nos llama a un cálculo completamente diferente. Nos desafía a buscar a aquellos que no pueden mejorar nuestra reputación ni hacer avanzar nuestros planes: el estudiante con dificultades, el adolescente socialmente torpe, el joven con un pasado difícil, aquel cuyas preguntas desafían nuestras cómodas suposiciones. Estos son los que más necesitan nuestra inversión y los que más pueden enseñarnos sobre la naturaleza del amor incondicional.
Humildad y caridad: dos movimientos del mismo corazón
La genialidad de las enseñanzas de Jesús reside en conectar estos dos movimientos –la humildad personal y la caridad práctica– como expresiones de la misma realidad espiritual. La humildad sin caridad permanece centrada en uno mismo, convirtiéndose potencialmente en una forma de orgullo espiritual. La caridad sin humildad puede volverse paternalista o manipuladora, satisfaciendo nuestra necesidad de sentirnos útiles en lugar de satisfacer genuinamente las necesidades de los demás.
La verdadera humildad nos abre a ver a los jóvenes, no como proyectos que hay que arreglar o materia prima para nuestros programas, sino como hijos amados de Dios con dignidad intrínseca y dones únicos. Este reconocimiento conduce naturalmente a la acción caritativa, no a la caridad como piedad o condescendencia, sino a la caridad como reconocimiento de nuestra interconexión fundamental y necesidad mutua.
Conclusión: La invitación radical
La enseñanza de Jesús en la cena del fariseo nos lanza una invitación radical a todos nosotros: encontrar nuestra identidad, no en el reconocimiento que recibimos, sino en el amor que damos; no en los honores que se nos otorgan, sino en nuestro fiel servicio a aquellos que no pueden recompensarnos. Para los educadores y animadores juveniles, esta invitación se convierte tanto en un desafío como en una promesa: el desafío de examinar nuestras motivaciones más profundas y la convicción de que el servicio fiel, incluso cuando pasa desapercibido o no se aprecia, participa en la obra transformadora de Dios en el mundo.
Al elegir la humildad y practicar la caridad, no solo servimos a los jóvenes de manera más fructífera, sino que también encarnamos el mismo evangelio que tratamos de compartir. Nos convertimos en testigos vivos de una forma original, donde la grandeza se encuentra en el servicio, la belleza está en el don de uno mismo y la alegría se siente en el florecimiento de los demás. Esta es la evangelización más poderosa de todas: vidas que dan testimonio, con humildad gozosa y caridad genuina, de la realidad que proclaman.




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