DESNUDOS

De andar y pensar   |   Paco de Coro

7 junio 2023

No se puede escapar del origen,

el origen es un gigante de moscas negras

que nos persigue incansable a todas horas;

el origen es un sacamantecas caníbal

que se come a los niños en Madrid,

la única escapatoria posible de aquel barrio gris, Lavapiés,

de aquellos solares polvorientos,

cargados de cardos borriqueros y charcos sucios que me engullían,

era soñar con París (de allí vienen los niños)

y hablar con Dios (Dios te ve)

lo soñaba durante la siesta en verano,

entre moscas y mosquitos.

Yo tenía siete años.

 

En el lugar de donde yo vengo,

existe la palabra,

el dilema de la palabra

y una concepción del mundo

en función de la palabra herida.

Simplemente los niños crecíamos vestidos de vida, descalzados y muertos,

entre sarampión y tosferina,

entre lombrices y tisis.

Voz de agonía en los calviteros del silencio,

amanecíamos sobre el color de las llamas en las cocinas

y llorábamos lágrimas en “la soledumbre”

de nuestras calles yertas

y junto al alma de sangre escarchada

de nuestros hermanos nacidos muertos

o no nacidos.

 

Es verdad, es puro amén: toda nuestra historia

era un zapato que nos separaba del suelo del mundo.

Zapato era la casa, la bicicleta, los tebeos, el libro.

Zapato era la escuela, el tranvía, la iglesia, el Retiro.

Éramos los pájaros niños que no queríamos volar,

porque allí se había espesado un confín.

Quien sabe si los pensamientos de los animales son así,

ciegos de futuro,

enfrascados en la corta renovación del día.

Quien sabe si los pensamientos de los prisioneros son así,

ciegos de esperanza,

obligados a pegarse a un muro, lejos de las rutas.

Quien sabe si mis pensamientos no imaginaban nada de mi,

ciegos en mi continuidad,

después de la noche.

 

Paseo largamente al amanecer.

El barrio está vacío, el viento lo ha despoblado.

Nadie quiere estar en la calle.

He recorrido mis lugares de siempre:

Paseo de las Delicias, Embajadores, calle Alicante,

Grupo Escolar Miguel de Unamuno:

La maestra arruga las palabras en la madrugada,

acechada de campanetas atónitas de monjas

y recuerdos muertos de la “guerra incivil”.

Cada compañero en su noche,

cada uno en su muerte

cada uno en su rabia a la deriva

cada uno en la bodega de sus sueños

cada uno en la nave de la derrota;

es también verdad, es puro amén: toda nuestra historia

era un zapato que nos separaba del suelo del mundo.

Zapato era el aula, el pupitre, la pizarra, la tiza.

Zapato era la caligrafía, el dictado, el catecismo,

el “Miranda Podadera”, “El libro de España” de Edelvives.

 

En el lugar de donde yo vengo

simplemente los niños crecíamos,

entre la cara desencajada de nuestras madres,

por el esfuerzo.

La cara de mi madre me daba fuerzas.

Siento la liberación de sus sentimientos

y es ese abrazo el que me empuja hacia fuera,

entre restos de trincheras y piedras ennegrecidas

de la guerra.

Bebe entonces Nieves su copa de vino negro

para sorber el amor,

mientras las estrellas

de Alejandro, Francisco y Román

se derraman por los labios del corazón

y en los espesos labios del beso

aparecen los príncipes olvidados

de los que no conocemos

el nombre

ni la pena, ni el desamparo

(Aquilino centellea sobre la escarcha)

(Antonio gravita sobre el vilano).

 

Regresa Nieves en silencio,

sobre la llama del alma

dentro de la pila bautismal de “Beata María Ana de Jesús

para apagar la luz,

“en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”,

en la mortaja blanca de los que se van.

Nieves se queda un instante

entre los párpados inmóviles de los bebés,

para decirles cuánto duele el olvido,

el cristal de sus voces,

las pupilas de lumbre

el silencio de las noches,

mientras en el cielo

se conmueven sus ojos infinitos,

todavía en carne viva.

Descalzada y muerta.

Sin cicatrizar.

Simplemente los niños crecíamos vestidos de vida, descalzados y muertos.

 

Y un paréntesis desplazado y cómplice

para traer al padre muerto.

Hortelano de luz y de sal,

sabía jugar al todo o nada,

a perder o perder más todavía.

Tu adiós fue lento y mágico,

desde los quirófanos de Clínica de la Concepción.

Siempre me haces una caricia

con los nudillos sobre el dorso de la mano.

No me sale un gesto para corresponder.

Permanezco tranquilo.

– “Me gusta cómo eres –me dice– hijo, una piedra de río”.

Le miro en algún lugar de la cara.

Siento el impulso de levantarle, apartar los cables y alcanzar sus brazos. Me quedo quieto.

– ¿Y yo te gusto a ti? –dice sin preguntarme.

– Paa… ¿de qué te sirve una respuesta?

– Entonces es que sí –dice.

– Claro que sí…

– Señor Román, ¿a su hijo no le gustan las mujeres? –interrumpe la enfermera.

– Por… esa sotana. Le cae bien, pero…

– A mi hijo le gusta más Dios y trabajar con los chicos del Hospicio de Ciudad Real, ¿verdad, hijo?

Suspira cercana su cara, no confunde sino despeja los pensamientos.

Cinco largas horas de operación de cáncer de garganta.

En planta parecías feliz como un niño que duerme plácido ahora en su hogar y ahora solo dime qué podía hacer yo con este hueco, con este vacío y con esas dos sílabas: “pa-dre”, que tanto queman en la garganta, porque nunca pude decírselas a nadie jamás, desde hace sesenta años.

En el lugar de donde yo vengo,

la única escapatoria posible de aquel barrio gris, Lavapiés,

era soñar con París (de allí vienen los niños)

y hablar con Dios (Dios te ve).

Lo sueño ahora durante la siesta en verano.

Tengo ochenta y dos años.

No se puede escapar del origen.

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