El escritor es escritor en tanto que escribe. Si no escribe, pues no es escritor.
Se es escritor en la medida que se escribe y no solo porque se escribe, sino por cómo se escribe. Como un labrador es labrador en tanto que cultiva la tierra. Sin tierra que labrar, el labrador no es labrador. Esto es una evidencia. Esta es la naturaleza del escritor como del labrador.
En octubre de 1845 Don Bosco publica su primer libro escolar para sus muchachos. Se titula Historia Eclesiástica para uso de las escuelas. No está mal que empecemos hablando de esta Historia, no solo por ser su primer libro, sino porque, además, desde entonces el santo no dejaría de escribir y en modo alguno desdeñable.
Enamorado de la acción y de la libertad, como todos los genuinos románticos, Don Bosco pertenece a una saga de escritores “divulgadores” que, robando sueño y a la luz de una lámpara de petróleo, escribe deprisa con una difícil escritura. Culto, cercano, viajero, apura los relatos que quiere hacer saborear a sus menudos lectores con libre y galante inventiva.
Escritor plural busca nuevas expectativas, unas exitosas: las Lecturas Católicas, otras menos: el periódico El Amigo de la Juventud, pero todas muy personales. Rápido y popular adapta sus textos a una mentalidad sencilla y joven y narra, narra, narra. Fabula y ahí lo dejó voluntariamente, para que quien quiera -si puede– siga esa trayectoria pedagógica de gran comunicador.
A la Historia Eclesiástica (1845), le siguen la Historia Sagrada (1847), el Sistema Métrico Decimal (1849), la Historia de Italia (1855). El escritor pone orden en el caos. El maestro condensa, rescata, descubre, forma y conforma. Junto a libros escolares, halla tiempo para escribir folletos, libros amenos, de bolsillo, manuales de oraciones y de instrucción religiosa.
Representante de una iglesia combativa, con hilos de apologeta teje una tela que va adquiriendo sentido: la infalibilidad papal, la Inmaculada Concepción, las verdades eternas. En una Italia –en una edad de Italia– en que ésta luchaba por ser una y unificada, y lo iba consiguiendo aparentemente más en sus escritores mayores que en los menores, a Don Bosco le interesa ya el muchacho italiano que el piamontés, el sardo o el genovés.
El mundo italiano sería, sin su intervención, una madeja bastante deshilachada. Por eso sus escritos hacen bien. Unen. Crean sentido para los muchachos, para las clases populares, para la iglesia.
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