Por la puerta mal cerrada entran los rumores del barrio.
Dos viejos que intentan hacer una quiniela juntos. La vecina de al lado que dice que no le llega con la pensión. Julián, el de Socuéllamos que garraspea y garraspea, porque todavía tiene la saliva verde. Sí, el vecino del piso de arriba. Dos nenas –misses ombligo- que hablan a voces por su móvil, por lo menos, con Dios, de los chillidos que pegan.
El barrio.
Mi barrio. Lavapiés. Latina. Arganzuela.
– ¿En qué cree usted realmente, Mabel? ¿En qué?
Mabel con 80 años es amiga mía desde que metí a sus nietos en Salesianos. Mabel y su hermana Pilar fueron chicas “LIDO”, vedettes “TEATRO APOLO”: Y para eso no necesitaban hacer grandes cosas: sólo dejar pasar un poco de tiempo en el escenario, bailar y dejarse admirar. Hacer entradas triunfales y brillantísimas despedidas, acompañadas de orquestas especializadas en extraer la pulsión arterial de mi barrio y de Madrid entero.
– ¿En qué cree usted Mabel?- le insisto.
– No lo sé, padre Paco- ella casi siempre me llama “padre”, mientras que sus nietos me llaman Paco-, pero no es extraño que no lo sepa. Si usted pregunta ahora mismo a la gente de calle Atocha o Paseo del Prado, o Paseo de las Delicias sin ir más lejos en qué cree, la gente quedará desconcertada y luego le contestará cuatro cosas de las que a lo mejor se deduce que no cree en nada, excepto en cuatro comidas extra de cumpleaños, graduaciones o Navidad. Yo creo en esta ciudad, en la media docena de calles de mi mapa, en cierta cultureta urbana y en mi María Auxiliadora”. Por supuesto, ya sé que usted no acaba de entenderme, padre Paco. Hay momentos en que yo misma no me entiendo tampoco.
Sé que a alguno de vosotros, amigo Javier, os extrañarán estas palabras, y que ni siquiera yo estoy libre de las burlas y menosprecios que en estos tiempos provocan los sentimientos más sentimentales. Pero, Javier, hay momentos en la vida en que los hombres hacemos un alto y echamos cuentas y nos tomamos el pulso. Es lo que Mabel y yo estábamos haciendo.
A quemarropa Mabel me interpela:
– Paco –esta vez suprimió el “padre”- hace años que no voy a Misa. ¿Crees que Dios me perdonará?
La cara de Mabel se fue volviendo roja y sus dedos temblaron ligeramente y de nuevo volvió a preguntar:
– ¿Crees que tengo perdón de Dios?
– ¿Pero y lo dudas? Perdón de Dios y de la Santísima Trinidad entera y verdadera. ¿Pero te parece poca misa la que tienes en casa? ¿Tus nietos sin ti habrían comido estos años? Y tus hijos: Paloma, con nueve años en su mochila de esas malditas drogas, ¿qué? Y Pepe con otros tantos tú sabes cómo y la mayor, tan simpática, tan inquieta, tan atrevida…
Yo visito el piso de Mabel para irme despidiendo del tiempo, y veo, amigo Javier, que no me he equivocado en nada: las habitaciones milimetradas, las ventanas grises y hasta una gata llorona que lleva años pidiendo una noche de bodas al menos.
– La vida, padre Paco, ni es sencilla ni es lógica.
– Mabel, lo he pensado muchas veces. Más, lo he vivido desde que murió mi madre. Cierro los ojos y añado:
– ¿Y esa María Auxiliadora? ¿Ese cuadrito de la cocina? ¿De Cáceres?
– No, no, de Badajoz. Desde que vinimos de Extremadura a Madrid, ella preside mi vida: mi camerino, mi rulot, ahora mi cocina, mi día a día.
– ¿Y te parece poca Misa, la presidida por María Auxiliadora cada día?
Mabel es la continuidad del tiempo en mi barrio, pero también es el símbolo del tiempo que pasa y de una juventud que se ha ido.
A Mabel, amigo Javier, los años se le han ido metiendo en los párpados y en la piel, pero sigue teniendo clase. Hay mujeres que intentan destruir los años con masajes, con pilates, con mejunjes. Mabel los destruye con una mirada al espejo.
Por la puerta mal cerrada salen los rumores de la casa de Mabel. Salen los rumores reales de mi barrio. Quizás de muchos otros barrios.
Salgo del piso de Mabel, enfilo el largo pasillo que conduce a la escalera, adivino la penumbra de otras puertas, otros vecinos, otros pisos con el cansancio de sus formas y de sus vidas. Salgo a la calle. Lavapiés 94. Todo tiempo duerme en los contornos de su puerta de entrada. Y al mirar así, hacia lo lejos, a la derecha, tengo una extraña autoconciencia del día de hoy y ya de la plaza de Lavapiés. Y es que hoy 24 de mayo siento vivir como nunca algo en el fondo de mi mismo, en esa zona del olvido operante y de la niebla interior: el paso de María Auxiliadora por nuestra plaza en la posguerra.- “Abuelita, ¿has visto qué señoras más guapas hay enfrente?- ¿Dónde? – Junto al Cine Olimpia (Hoy Teatro Valle-Inclán).
– ¿Esas son las “Fulanitas de Tal” que dice tío Quili? – ¡Pero Paquito…!
El tiempo que se lo traga todo, que se ha tragado también a aquellas luchadoras que un día pertenecieron a la calle y a mi abuela Antonia, me lleva a sentarme en un banco de la plaza, suponiendo que mi abuela vendría por detrás para tirarme de las orejas y revolverme el pelo.
Por un momento desvío la mirada y voy a posarla en la ventana de Mabel que acaba de cerrar, en el 2º exterior de Lavapiés 94. Sólo que la calle Lavapiés termina en el nº 72. ¿Luego todo es mentira? No sé. Las dos nenas –misses ombligo- están ahí hablando a voces por su móvil.
Que maravilla de aproximación humana. Que bien que Mabel reciba en vida tu homenaje, nuestro homenaje en forma de admiración y respeto humano por una vida esforzada y sacrificada.
Enhorabuena por el artículo!
Un abrazo
PepeG
Mabel: la madre coraje que auxilia la vida.
Precioso retrato de geografía humana. Gracias a Javier Valiente por descubirme el blog y gracias a usted por escribir con tanta verdad. Aunque no lo sea. Insisto, muchas gracias por el buen rato.