Educar, recoger lo que se siembra

1 septiembre 2023

Asisto a la celebración de la jubilación de una profesora de uno de nuestros colegios. Había convocado también a antiguos alumnos, de sus diversas tutorías, además de a compañeros y compañeras de claustro. Resultó un bonito momento de convivencia, de compartir, de recordar y, sobre todo, de comprobar una vez más que lo que, con constancia y cariño, se siembra en el campo educativo permanece y da fruto.

Con el permiso de esta profesora que celebraba su jubilación, escribo una anécdota que explicó en el momento de agradecer la presencia de las personas que estábamos allí, y lo mucho que había recibido de unas y de otras durante los años de dedicación a la enseñanza.

Momento nada extraño en la vida de un adolescente: no tiene ganas de seguir estudiando. Y la madre que llama a la tutora. “El chico no quiere estudiar más, no quiere volver al cole”.
“¿Cómo que no? Dile que venga a hablar conmigo mañana”.
Y el chico va al día siguiente, habla con la tutora… y vuelve a clase, y sigue con su ritmo en los estudios, y, aunque le cuesta, se va sacando los cursos que le quedan.
(¿A quién no le suena alguna de intervención de este tipo -del tipo mágico, diría yo-?)

Pasa el tiempo. Y para esta profesora llega uno de los días más tristes de su vida, según explica: el día que tiene que acompañar a su madre a ingresar en una residencia de personas ancianas. Y, cuando entra, se encuentra con la sorpresa de ser acogida en la recepción justamente por aquel alumno, que le asegura que su madre allí estará bien tratada, que no se preocupe.
“Fue mi salvación el día en que dejé a mi madre en la residencia. Es difícil de explicar la tranquilidad que me dio”.

Al oír un hecho así, me pregunto, como educador, qué es lo que “hacemos bien”, qué es lo que mueve al agradecimiento. Se puede responder con varias palabras, yo esta vez lo hago con tres.

La primera es la dedicación: dedicamos tiempo a la persona, la escuchamos, nos interesamos por ella, la animamos… La segunda es la exigencia: no vamos con paños calientes, no le damos todo hecho, no le damos la razón en todo, apelamos a su esfuerzo personal, a la constancia, a vencer la pereza, como algo que le va a servir en su proceso, aunque en ese momento no le resulte agradable ni cómodo. Y la tercera palabra es el afecto (la amorevolezza): esa dedicación y esa exigencia van acompañadas del cariño por la persona; la queremos y por eso la ayudamos a que dé lo mejor de sí misma.

¿Cuántas historias semejantes a la de esta profesora podríamos explicar? No pocas, seguro. Pues hagámoslo, hagámonos ese bien. Nunca con vanagloria, sí desde un humilde y profundo agradecimiento. Sí para recordarnos, como decía al principio, que todo lo que se siembra en el campo educativo en cualquier contexto (escolar, familiar, social, tiempo libre…) y desde un corazón salesiano (constancia, cariño, dedicación) permanece y da fruto. Y también para animarnos, porque ya sabemos que en la labor educativa hay momentos menos “gloriosos”.

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