El crucifijo

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

22 noviembre 2022

Era yo el crucifijo que presidía la habitación de Don Bosco. Desde mi altura observaba las idas y venidas de aquel joven sacerdote entregado a los jóvenes.

Él dirigía frecuentemente su mirada hacia mí. Unas veces sus ojos brillaban de esperanza y alegría. Otras, se mostraban empañados por la preocupación. Casi siempre había una súplica en ellos. Pero nunca se detenían en mí: a través de mi imagen contemplaban al Dios de la Vida.

Nunca olvidaré aquel mes de diciembre. El viento frío de los Alpes se enseñoreaba de las calles de Turín. Para paliar el frío, Don Bosco organizó una actividad para sus muchachos. Reunió en su habitación a jóvenes salesianos y maestros. Les propuso llenar de alegría los patios con un gran juego: las batallas.

Desde mi altura percibí el entusiasmo. Distribuyeron espacios. Nombraron generales. Diseñaron banderas y distintivos. Fijaron normas. Calcularon el horario…

Cuando abandonaron la habitación, presentí el éxito. Me hubiera gustado participar, pero hube de conformarme con escuchar desde la pared donde estaba colgado: el fragor de la batalla, los gritos de alegría, las carreras apresuradas, los vítores de los vencedores…

Transcurridas varias horas, Don Bosco les felicitó. La vida del Oratorio había latido con fuerza.

Cuando todos marcharon, levantó la vista hacia mí en acción de gracias. Me sentí feliz por ser el crucifijo de la habitación de Don Bosco.

De pronto, alguien abrió suavemente la puerta. Entró Mamá Margarita. Sus enrojecidos ojos delataban el llanto. Madre e hijo quedaron frente a frente. Se difuminó la alegría del éxito.

Por fin habló Margarita. No había reproche en sus palabras, tan sólo el cansancio de la incomprensión. Sin alzar la voz, fue desgranando sus quejas. Los muchachos, cegados por el entusiasmo del juego, habían pisoteado su huertecillo. Hortalizas y verduras yacían destrozadas. La ropa blanca, tendida detrás del Oratorio, estaba caída, sucia y pisoteada. Ollas y cazos, sustraídos de la cocina, se hallaban abollados y maltrechos…

Margarita concluyó con las tristes palabras del abandono: “Juan, me vuelvo a nuestra casita de I Becchi para acabar en paz los días que me quedan de vida”. Intuí el quebranto. Se hizo un silencio denso.

De pronto, Juan, sin pronunciar palabra, me señaló a mí. Margarita elevó su mirada. Sentí cómo sus ojos, contemplándome a mí, -un humilde crucifijo-, llegaban hasta el corazón de Dios. Intuí cómo renovaba su entrega y compromiso. Aquella mujer, que había sido madre buena para Juan, aceptaba seguir siendo la madre de los muchachos del Oratorio a pesar de las dificultades. Y lo fue por siempre y para siempre. Desde aquel día, Margarita se convirtió en el crucifijo vivo y real del Oratorio.

Nota: Hacia el mes de diciembre de 1851 los muchachos de Don Bosco, jugando a las batallas, pisotean el huertecillo de Mamá Margarita, derriban la ropa tendida, toman cazos y ollas… Ante las quejas de su madre, Don Bosco le señala el crucifijo. Margarita comprende y se queda para siempre en el Oratorio. (Memorias Biográficas IV, 184).

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