Álvaro Napurí tiene 21 años pero desde los 13 vive en una de las casas de acogida que la Fundación Don Bosco tiene en Perú. Gracias a estos espacios, habituales en muchos países de América, África y Asia, los niños, niñas, adolescentes y jóvenes en situación de riesgo social y pobreza encuentran un hogar en el que se les brinda una atención integral en un ambiente de familiaridad, a la vez que se les ofrece una formación humana de acuerdo al carisma educativo de Don Bosco.
“Toda mi vida -reconoce Álvaro- ha sido un camino en el que he encontrado inexplicables apoyos de una u otra manera, y cada vez que he conocido a alguien he soñado ser como esa persona que, sin conocerme, me ha ayudado”.
En su familia son cinco hermanos. Él es el pequeño de tres varones y también tiene dos hermanas, aunque apenas se conocen porque siempre fueron llevados a hogares ante la imposibilidad de sus padres para mantenerlos. “De hecho, yo llegué a Don Bosco porque otro hermano también vivió en esta casa”. Álvaro sabe que el problema siempre fueron sus padres, aunque no se lo reprocha: “Nunca se casaron y discutían mucho. Mi padre transportaba fruta en un mercado y también bebía demasiado, mientras que mi madre pelaba ajos en casa y yo la ayudaba. Éramos muy pobres pero casi cada año llegaba un hermanito nuevo…”.
Como era imposible mantener el hogar y alimentar tantas bocas, la familia de Álvaro esperó a que cumpliera 13 años para que pudiera entrar en la Casa de Don Bosco de Breña, “pero yo no quería llegar a esa edad, yo no quería crecer”. Sin embargo, con el paso de los años entendió que dejar su casa era una manera de ayudar a sus padres porque ellos no podían darle educación.
Sus primeros meses en la Casa de Don Bosco fueron muy tristes. “No comprendía por qué tenía que nacer y luego separarme de mis padres; extrañaba a mi mamá y pensaba en ella todas las noches”, recuerda Álvaro. Durante el día se mantenía ocupado en los estudios, la limpieza, los juegos y las actividades con otros menores con circunstancias parecidas a las suyas, pero cada noche lloraba…
Su madre lo visitaba todos los domingos pero él no podía evitar que cada despedida se convirtiera en un mar de lágrimas… Sin embargo, el tiempo siempre pasa deprisa y, poco a poco, se fue acostumbrando hasta convertirse en un joven orgulloso de haber crecido y haberse formado en la Casa Don Bosco de Breña, junto a la Basílica María Auxiliadora.
Álvaro destaca que “cuando hay comida rica o viene gente a ayudarnos pienso y recuerdo a mi familia sin recursos; también cuando estoy triste, que me preguntó que por qué me tocó nacer en una familia así, con padres que siempre se pelearon, con hermanos viviendo en albergues, pobres, sin apenas estudios; pero he aprendido que hay que dar gracias a Dios por la vida y luchar agarrado de su mano para salir adelante”.
De su encuentro con Don Bosco, el joven alumno salesiano destaca que le ha enseñado mucho “porque también tuvo una vida difícil desde que murió su papá a los 3 años, así que uno no se puede quedar en su pasado porque Dios ayuda a mirar el futuro con esperanza”.
En la actualidad, tras acabar la educación secundaria con buena nota y también la carrera de Técnico en Administración, ha empezado a trabajar hace pocas semanas con el objetivo de ahorrar para seguir estudiando y poder ayudar a su familia. “Hasta esto último se lo tengo que agradecer a Gianfranco, un amigo de Don Bosco, y es que encontrarte con Don Bosco y que forme parte de tu vida te cambia el futuro”, finaliza Álvaro, convertido en un optimista trabajador que no olvida su pasado reciente y que quiere ayudar a otros niños de las Casas de Acogida que atiende la Fundación Don Bosco en Perú.
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