Mi joven dueño era un chaval menudo y escuálido. A principios de otoño bajó desde el Valle de Aosta a la ciudad de Turín para trabajar como limpiachimeneas.
Se despidió de su madre tragándose el miedo. Cuando llegó a la gran urbe, el temor se convirtió en dolor; el dolor en hambre y soledad. Tan sólo al principio derramó alguna que otra lágrima; regueros de añoranza sobre sus mejillas tiznadas. Con sus ocho años aprendió a sobrevivir como la entereza de un adulto.
Cuando por las noches se acurrucaba sobre el jergón sucio de hojas de maíz, me tomaba entre sus manos y me apretaba con fuerza. Yo, su humilde gorro de lana, hacía todo lo posible por conservar la ternura que su madre depositó en mí mientras me tejía.
Antes de que el sol se levantara yo me afanaba en cubrir sus cabellos rizados. Comenzaba el trabajo del niño esclavo. El capataz le subía hasta el tejado. Ataba al crío con una cuerda que le sujetaba por debajo de las axilas… Le descolgaba por el hueco angosto de la chimenea. Y el pequeño comenzaba a rascar el hollín. Mis buenos oficios de gorro de lana no alcanzaban a preservar sus pulmones del polvo y la ceniza. Sus carraspeos se convirtieron en una tos fea y seca.
En más de una ocasión sentí cómo latían sus sienes al escuchar terribles noticias: un compañero suyo yacía con las piernas rotas porque se soltó la cuerda. Otro murió de asfixia al quedar encajado en la oquedad de la chimenea…
Pero una tarde de domingo todo cambió. Mi joven dueño se hallaba en una taberna cercana a Porta Palazzo junto a otros compañeros de oficio. Entonces llegó Don Bosco. Las risas de los limpiachimeneas fundieron en un silencio expectante ante el cura recién llegado.
Aquel joven sacerdote era diferente. Sonreía. Sus palabras eran una sinfonía de amistad y dignidad. Les invitó a ir al Oratorio. Hallarían amigos, juegos, esperanzas compartidas… y un horizonte de luz para dejar atrás el espacio sucio de las chimeneas. El cura pagó la última ronda de vino.
Mi joven deshollinador siguió al sacerdote. En el Oratorio encontró amigos de los que brotaba la alegría como un manantial de agua limpia. Con ella se lavó el hollín de las penas; la ceniza de la desesperanza; las manchas que la soledad deja en el alma… Se desprendió del grave disfraz de adulto. Volvió a ser niño.
Han pasado los años. Mi dueño creció en el Oratorio junto a Don Bosco. Ahora es un joven fuerte. No se ha olvidado del gorro de lana que le tejió su madre. Cuando llega el otoño, me coloca orgulloso sobre su cabeza. Juntos nos lanzamos a reclutar pequeños deshollinadores recién llegados a la ciudad. Los arrancamos de la oscuridad de las chimeneas y de las garras de sombríos capataces. Les ofrecemos pan, cultura, la fe en un Dios que es Padre y la dignidad de un hogar humilde, pero limpio y luminoso. Y es que mi dueño -aquel pequeño limpiachimeneas- aprendió a ser como Don Bosco.
Nota: Año 1842. El primer Oratorio iniciado por Don Bosco estaba formado por muchachos trabajadores: picapedreros, albañiles, limpiabotas, limpiachimeneas… Comenzó reuniéndoles en la Residencia de San Francisco de Asís para sacerdotes jóvenes. (Memorias del Oratorio. Década Segunda, nº 13. MBe III, 163).
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