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La infancia Morrocotuda
La infancia es una etapa morrocotuda.
La infancia es un lugar al que no se puede regresar,
pero del que en realidad nunca se sale.
Lo siento.
“El niño es el padre del hombre”, decía Wordsworth;
y tiene razón.
La infancia nos forja y lo que somos hoy
hunde sus raíces en el pasado.
Con el debido respeto,
la infancia no tiene sucursales.
Nos solemos quedar en ella,
en su cumbre o en su sima,
como turistas que se equivocan al reservar su hotel.
Dicen que los hombres nos dividimos entre aquellos
cuya infancia fue un infierno, en cuyo caso siempre vivirán
perseguidos por ese fantasma,
y aquellos que disfrutaron de una niñez maravillosa,
que lo tienen todavía muchísimo peor,
porque perdieron para siempre el paraíso.
Bromas aparte (amigo Javier, ¿tú te crees que es broma?),
la infancia es una etapa morrocotuda.
Siempre estamos a punto de morir biológicamente
–sarampión, tosferina, tisis, abortos–
y de que mueran metafóricamente algunas de nuestras ramas.
Crecemos, chico, como bonsáis familiares,
torturados, y podados y recortados y empequeñecidos,
por las circunstancias
los prejuicios culturales
los imperativos sociales
las ideologías divinas
las convenciones mundiales
los intereses económicos
los traumas infantiles
las expectativas familiares.
Toda esa indefensión y fragilidad,
toda esa intensidad emocional e imaginación febril;
todas esas risas morrocotudas,
toda la necesidad de cariño y tiempo
nos acompañarán durante la vida,
como la que siente el náufrago,
que agoniza de sed por un vaso de agua.
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La olla de agua caliente
Amigo Javier:
Entre mis gustos de pequeño y que no han desaparecido
tenía debilidad por los fritos y por todo lo que llevara
“cabello de ángel”.
A mi hermano Román y a mí nos gustaban y de qué manera
los embutidos, los macarrones, la tortilla de patata…
Nos gustaban las sardinas, el repollo, el melón y los higos.
Todas estas pequeñeces conforman a una persona.
Son nuestra firma básica,
ese garabato, único y total, que cada uno dibuja en la existencia.
Más todavía:
Yo detesto los pimientos verdes, no los de Padrón
y me pellizqué la cara durante años
y todavía me muerdo las uñas de las manos hasta hacerme daño.
Y me río sin control, cuando me río.
Estas nimiedades, y muchísimas más, son exactamente lo que soy.
Por eso echo de menos la gran olla de los sábados.
Era tan grande que cabíamos mi hermano y yo juntos.
Después de calentar el agua, mamá nos metía en ella para lavarnos, a fondo,
por separado o juntos. Dependía.
Mamá es alta, delgada, de pelo color azabache.
Nerviosa, salta como un resorte.
– Mañana vamos a Misa y hay que ir limpios.
– ¿A la Beata Ana o a las Angustias?
– ¡A las Carboneras!
– Bien, ¡a las Carboneras!
– Papá dice que te gusta ir a las Carboneras.
– Y dice bien. Está el Señor expuesto.
– En Beata Ana está guardado y no se ve.
– En las Carboneras se ve, mami.
– En las Carboneras tenemos que aprender a verlo.
– Papá dice que…
– Hay que lavarse todos los días las orejas…
Me quedo inmóvil. Estoy incómodo. Mamá frota.
Con el olor a jabón de escamas o de Heno de Pravia salimos de la olla
y mamá nos recibe entre toallas blandas y perfumadas
antes de meternos en la cama.
Al principio de la noche recordamos a nuestro padre,
que trabaja este turno, para traer “un duro más a casa”
y mamá intenta apagar la luz…
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Dimensión crecedera
Después de hacer genuflexión doble,
porque el Señor está expuesto,
mi madre nos dice que nos sentemos.
Ella permanece de rodillas todo el tiempo.
Está callada y se ve que se encuentra en otro sitio.
A través de la vela de sus manos
entrelazamos las nuestras
y miramos la custodia del altar mayor.
Me rasco la nariz con el dorso del índice
sin que me pique.
– “Tengo la impresión de escuchar, desde lejos,
la voz del Señor, pero sin hablar,
hay que creer entenderla”, dice mi madre.
– Lleva su tiempo, chicos,
quizá toda la vida.
– Sí es así hay que estar a su alrededor,
despuntar en su iglesia, darle apoyo y alegría.
Las palabras de mi madre me crecían en el cuerpo
una dimensión que me provocaba pensamientos como:
Puedes contar conmigo, Señor, no me abandones.
Yo no te abandonaré. Creo. No sé del todo.
– Traed a vuestros hijos cuando seáis mayores.
No aleguéis excusas, retrasos, disculpas
y hablad aquí, tranquilos, esquivando distracciones.
Mi madre Nieves estaba haciendo algo distinto
y el amor a Jesús sacramentado no era la única causa.
Decir en nuestra cabeza,
la de mi hermano y la mía: “Nieves”
nos suscitaba una ternura de madre,
que tenía todavía dos chicos pequeños que criar,
que llevar a la cama,
dejando la luz encendida en el corredor.
Además, era la magia de penetrar los sueños,
y más todavía, el misterio de las Carboneras,
aunque no quiere preguntar.
No se habla soltando el sol.
El misterio de las palabras sacerdotales
no ocurre en la oscuridad,
sino en el exceso de luz:
La luz del sacramento.
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La luz del sacramento
Amigo Javier:
Apenas tenía 5 años
y ya acompañaba a mi tío, mosén Gregorio,
a llevar la comunión a los enfermos y moribundos,
en Casbas de Huesca, Sieso, Labata, San Román.
Asombraba ver de rodillas
a los inolvidables baturros de la Hoya
o del Somontano,
rendidos de fe al paso del Señor,
“el amor de los amores”
mientras yo tocaba a rebato las campanetas de mis sentimientos.
Es el momento. Es el momento.
Las monjas jerónimas de la plaza
conde de Barajas de Madrid
“Las Carboneras”
cargan ya sobre sus hombros
los pecados de los hombres.
Ellas, la última vanguardia del catolicismo.
Ellas, las progresistas del barrio y de la villa.
Acosado, pero no tanto,
por el temor y el temblor de los dioses extinguidos,
me doy cuenta de que en lo hondo del río
hay una rosa y que allí están ellas, en esa rosa.
Me esfuerzo por sacar de las Hades
a Eurídice, la que tenía en los ojos
los puñales de Orfeo, y en el tobillo
el diente atroz de la serpiente.
Lleno entonces de fe en el sacramento
toco a rebato las campanillas de mis sentimientos
para que no se me escape el alma.
Y cortada ya la cabeza de Orfeo,
que flotaba entre hilos de oro, sigue cantando Eurídice.
Busco, en vano, el sitio de mi madre y de mis hijos.
“Las Carboneras” cantan “al amor de los amores”,
“Cantemos al Señor. Dios está aquí”.
Ya, ya sé que es el Himno del Congreso Eucarístico
Internacional de Madrid de 1910.
Me tiembla el ojo de cansancio y el aliento lírico
se adentra en el delirio vanguardista de las Jerónimas,
“Las Carboneras”, que balbucean bajo la luz de un mundo que se va,
y la luz de un sacramento que permanece.
Al final del bosque hay un arbusto y está en llamas.
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