El olor de la Navidad

De andar y pensar   |   Paco de Coro

21 diciembre 2018

Un azote de emoción me golpeó el rostro. De todos los olores que he percibido a lo largo de mi vida, éste, éste, es el que más amplitud de recuerdos me abarca. En él apreso mil sensaciones acumuladas en el desván de los años. Es una ráfaga múltiple confeccionada por otras tantas pequeñas ráfagas: el olor de las almendras, mezclado con azúcares, huevo, y alguna otra cosa que no logro descifrar, quizás harinas, higos, humores de plantas raras y exquisitas. Todo está contenido en simples envases de cartón con nombre propio: “La Jijonenca”, “Turrones Jijona”. Año tras año, al llegar la Navidad, lo buscaba insistentemente con la punta de la nariz. Hoy, al encontrarlo cualquier día en cualquier VIP de cualquier población recupero la impresión de un amor, ay, que está a punto de desaparecer.

El turrón de almendra de Jijona. Me gusta reconocerme en ese olor lejano y suelo hacer muchos experimentos para poner a prueba la memoria.

Para escaleras empinadas, oscurecidas e interminables las de Zurita 45. Casi todos los meses las subía y bajaba un par de veces en busca de las onzas de chocolate que tía Lucía me ofrecía con cara risueña. Si lo que existe no es la temperatura, sino la sensación climática, la casa de mis tíos Quili y Lucía era un cálido pabellón botánico donde éramos felices Romanín y yo como verdes adormideras. Pero en Navidad las onzas de chocolate se convertían en tabletas de turrón. El turrón de Jijona hacía de brasero. Fue el mejor brasero de aquellas Navidades, a caballo de los años 50.

Tía Lucía, como tío Quili, era transparente. Si hubiera llegado a insinuar amoríos, su mentira hubiera pasado más que cualquier verdad. Posiblemente tenía tentaciones, como casi todas sus vecinas. Lo que no tenía eran oportunidades. Un día y otro y todos los días frente al fogón o a la pila de lavar, con las manos enharinadas o chorreando agua y lejía y un delantal gris manchado.  Una mujer de Lavapiés, con mangas arremangadas y pelo restirado, prendido con docenas de orquillas. Un mechón lacio, caído sobre la frente y unas piernas robustas entreabiertas como en partos de guisos y cocidos.

-Todo a tiempo, ¿te das cuenta, Nieves?

-Eso, todo en el momento debido.

-El pavo por aquí, la lombarda, las pasas.

-Las cosas a su tiempo, cuñado.

-Nunca es demasiado pronto.

-¡Qué guapo que está Ninín!

-Son ya 18 años, hija.

-Es el más alto de la familia.

-El caso es que no sé a quién ha salido.

-Pues a quien va a salir: lo mejor de los Bustos y lo mejor de los Rodríguez-Osorio.

-Cuatro días, cuatro, es lo que vivimos.

Y así y así hablaban sin fin los días de Navidad y Nochevieja tía Lucía y mamá, en la Corrala de Zurita 45. Eran días de cruzar los cables de la realidad y el sueño, de cantar villancicos y poner buena cara a todo y a todos. Me hechizaba el molino del Nacimiento de tía Lucía, aquella mole oscura, incansable en el movimiento de sus aspas, sorbiendo todo para su disfrute y el río “de verdad”, ceñido por lavanderas y pastoras de mentira y no digamos el despliegue soberbio de los tres Reyes Magos con sus lacayos tirando de las bridas de los camellos.

Yo revivía cuando llegaban aquellas fiestas y las pasábamos con los tíos. Hasta mamá parecía cambiar de color, como si ninguna nube se detuviera en su ventana. Atardecido, Madrid navideño se oculta tras los cristales, bajo la neblina. La losa de la fantasía pesa sobre el centro de nuestros cerebros. Nuestra sinfonía de villancicos apenas, apenas, si puede cosquillear el relajado horizonte de nuestras calles de Argumosa, Delicias, Lavapiés, Legazpi, siempre a medio pronunciar, siempre ambiguos los sonidos, como si las palabras no se tomaran en serio.

-Ande, ande, ande la marimorena /

Ande, ande, ande, que hoy es Nochebuena.

Tenía miedo a que fuera verdad, a que allí tuviera el corazón y el juego de la “Noche de Dios” terminara con los turrones y golosinas hasta empacharme. Mi primo Ninín se escondía durante las comidas y cenas bajo el follaje de su flequillo y no abría la boca para nada. Papá y tío Quili tosían al borde de la congestión, mientras apuraban grandes copas de “Fundador” (¡Es cosa de hombres!). Hablaban de hombre a hombre y se contaban todo de pe a pa y de cigarro a cigarro, con los labios entre el lenguaje y la chupada y los ojos entorpecidos por el humo.

-La nochebuena se viene / la Nochebuena se va.

Y nosotros nos iremos / y no volveremos más.

Como ves, amigo Javier, el llamado mal de Alzhéimer todavía no lo he asumido como rasgo social impuesto de la modernidad. Es más, yo sospecho que eso del Alzhéimer es un pasajero que se ofrece como un agente externo, como un mangante de recuerdos y un saqueador de la memoria y de la conciencia.

Pero la gran noticia de estos días es que ese mal puede prevenirse con la lectura. Mi médico de cabecera ya me escribió desde los infartos la receta para salirle al paso: «Tómese por la mañana un poema, unas hojas de enciclopedia durante el día, y por la noche cinco o seis capítulos de novela; o uno de ensayo, si es deconstructivista». El problema, mientras tanto, Javier, sigue siendo el secular mosquito del olvido. ¿Quién si no él está detrás de la política del Gobierno, que amenaza con borrar del mapa las pequeñas cosas de la Navidad, del olor de la Navidad?

Capítulo tomado del libro ‘Las alhajas de Nieves’, de Paco de Coro, publicado por la Fundación NIPACE (si lo quieres adquirir a beneficio de la fundación, puedes consultar su página web: https://www.fundacionnipace.org/).

2 Comentarios

  1. ÁNGEL AGUADO SANZ

    Como en todos tus escritos, claros transparentes y en éste, oloroso recuerdo a Navidad. Olores a musgo del belén de hogar, a mazapán, a turrón a licores, pero también a cirio y a iglesia. Olores que busco también todos los años en Madrid. Buscando olores añorados de infancia. Acertado y dulce artículo Paco

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  2. Arturo Orea

    Aún recuerdo con inmenso cariño nuestras campañas de polvorones de La Estepa para financiar nuestro soñado viaje de fin de etapa (BUP). Aún recuerdo su olor. Y su sabor. Una gran iniciativa (solo una más…..) de un gran tutor de curso. Se llamaba Paco, y su espíritu es tan joven, tan de Don Bosco, que ahora se ha hecho bloggero para seguir hablando a los jóvenes (y a los no tanto…..) en su propio idioma y por sus propios medios. Gracias Paco por todo lo que nos das! Por todo lo que te das.

    Responder

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