El nicaragüense Narciso Sequeira Arellano (1851-1923) ingresó en 1895 a la Congregación Salesiana. Soltero de 44 años, se deshizo de sus riquezas.
El nicaragüense (de la ciudad de Granada) Narciso Sequeira Arellano (1851-1923) decidió ingresar en 1895 a la Congregación Salesiana. Tenía 44 años y se estaba deshaciendo de sus riquezas, heredándolas a sus tres hijos y a la Pía Sociedad Salesiana fundada en la ciudad por él con su madre Luz Arellano viuda de Sequeira y demás familiares.
Existencia mundana
Hasta entonces, Narciso había acumulado una existencia mundana, bullanguera y libertina, iniciada de joven vigoroso en París, capitaneando galantes batallas con la divisa del amor sensual. Era de fuerza incontrastable y cada día se contaba una nueva hazaña suya. Pero de repente se tornó callado, taciturno, meditador. Oyendo voces, comenzó a preocuparse por la salvación de su alma. Parecía un iluminado, como si hubiera recibido la divina luz de la conversión celeste.
Sus excompañeros, al evocar las supremas alegrías que había protagonizado y promovido, recibían tan solo una mueca como de asco o desprecio que esos recuerdos suscitaban a su corazón lavado de culpas. No se atrevían a llamarle loco, o por lo menos –aunque lo pensaran– nunca se lo dijeron.
Hermano coadjutor salesiano
Entró, pues Narciso, a profesar de salesiano en San Vicente de Horts –cerca de Barcelona– el 22 de octubre de 1896. No optó por el sacerdocio, privilegio que consideraba demasiado para él, aspirando únicamente a servir. Prefirió ser hermano coadjutor. Pero, al principio de su entera consagración a Dios, el superior lo nombró bibliotecario. Narciso pidió muy pronto que lo rebajaran. Entonces le asignaron ser corrector de pruebas de tipografía y trabajó en ello otro tanto. Trasladado a la Casa de Sevilla, eligió encargarse de la portería y fue, durante mucho tiempo, el portero ideal según el reglamento.
Treinta años de salesiano, con esplendor de vida santa, pasó Narciso sirviendo a cuantos le conocieron: alegre y cortés, vestido humildemente, respetando a todos como sus superiores. “Edificante era verlo ejecutar gustoso cualquier oficio sin hacer jamás ostentación de su vastísima cultura y nacimiento ilustre” –declaró el sacerdote italiano Joaquino Bressan, rector del Colegio Santísima Trinidad, de Sevilla, el 28 de septiembre de 1923, fecha del fallecimiento de Narciso Sequeira Arellano.
Piedad y fervor mariano
Don Rua, el sucesor de don Bosco, le había comunicado en Turín al tercer día de la novena que juntos compartieron para que el Señor le alumbrara en la elección de su nuevo estado: –María Santísima Auxiliadora quiere que usted se haga coadjutor salesiano. Así Narciso dijo adiós al mundo para seguir la consigna del venerable Don Bosco: “Pan, Trabajo y Paraíso”. “Desde aquella hora, en todas las casas salesianas donde la obediencia lo mandaba, y en todos los oficios que cumplía –añadió Bressan en su oración fúnebre–, fue el mismo don Narciso: tranquilo, caritativo, celoso de su conciencia y de su no común piedad iluminada”.
Esta piedad fue la que le condujo a escribir el poema “A María” el 24 de mayo de 1923, del cual transcribo doce de sus treinta y seis versos: “Dulce calma ferviente deseo de amarte, yo creo / que siento más bien: / y ¡piedad! es mi sola caricia, ¡piedad! mi delicia, / ¡piedad! mi sostén // ¡Oh palabra venida del Cielo, / es ella consuelo, / es ella efusión; / es amor, es encanto, es paciencia, / latido y esencia de mi corazón”.
Besando un crucifijo en su agonía
El padre Joaquino Bressan, al referirse a la muerte del primer salesiano de Centroamérica, expresó: “En su última y breve enfermedad, se mostró amable y agradecido de todos y sus labios no dejaron de dirigir frecuentes jaculatorias. Ya exhausto y privado del uso de la palabra, hacía un esfuerzo supremo para llevar a la boca el crucifijo y besarlo. Su vida fue una continua oración, un homenaje a sus conciudadanos de Nicaragua […] Al dar el postrer aliento, su rostro, tenía el suave aspecto de la muerte del justo que tan precioso es a los ojos del Señor”.
Setenta y dos años frisaba al fallecer Sequeira Arellano, quien nunca retornaría al país. Su hermano Fernando, visitándole en Sevilla, le dejó suficiente dinero para viajar a la Granada nicaragüense y permanecer con su familia algunos meses. Narciso le contestó: «Acepto el dinero, pero será utilizado para socorrer a los pobres».
Según tradición oral, su último deseo fue que lo enterraran a la entrada de la portería, bajo el negro suelo, para que todos lo pisaran. Cuando llegué a Sevilla por primera vez, lo primero que hice fue visitar su tumba; pero no existía rastro alguno de ella.
Hermanos y descendencia
Cuatro hermanos tuvo Narciso: Fernando, Luz Perfecta, Luisa y Josefa Margarita. Fernando casó con su prima hermana Francisca Arellano Olivares (10 de abril, 1865 -8 de julio, 1935), matrimonio del cual descendieron nueve hermanos Sequeira Arellano. Luz Perfecta (17 de abril, 1853 – 26 de febrero, 1940) fue la esposa de su tío carnal Faustino Arellano Cabistán (1837 – 1959). Luisa (19 de junio, 1854 – 8 de febrero, 1942) no dejó descendencia y Josefa Margarita contrajo matrimonio con Mariano Argüello, procediendo de esta pareja ocho hermanos.
Los hijos de Narciso Sequeira Arellano, antes de transformarse en siervo de Dios, fueron tres: José Dolores, quien se uniría a Cándida Rosa Argüello; Luisa, casada con el doctor Salvador Barberena Díaz, y María, tercera esposa de un Fernando Bolaños, sin descendencia.
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