EN EL RASGUÑO DE LA MAÑANA VEJERIEGA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

24 julio 2024

  1. Inmensidad

El verano aquí cayó con urgencia,

y a mi edad sé que es la estación del año

que mejor invoca el caos

y esconde el vademécum

del perfecto homicida.

Antonio Morillo, uno de lo más longevos

de Vejer de la Frontera,

desprende la bonhomía zen

de los seres que han hecho de su calma

una moral.

– Hermoso pueblo, don Antonio.

– Pues claro. ¿No ha de serlo?

– El verano es la prueba de fortaleza, ¿no?

– El verano y el invierno, no crea.

Aquí todo es inmenso.

– El calor de inmensidad

hace nido en estas costas de Cádiz.

– El verano aquí es famoso

por su excelente dentellada.

– Los madrugones de inmensidad

para hoteles y restaurantes,

que atienden tantas urgencias.

– La playa de El Palmar es famosa

por sus horas de silencio

en los costados de la mar… océana.

– Las jornadas en La Corredera

son lentas, pero no quietas. Inmensas también.

– La tertulia ya está hecha

en las sillas del restaurante Las Delicias,

que instalan a un lado

de la puerta de entrada.

– Tres o cuatro paisanos que se ven

cada mañana por aquí,

se ponen ahora al día

de las cosas de siempre.

De un Starbucks sale “Paquito”. Le saludo. Faltaría más.

Si no tienes claras las cosas que se consideran

de poca importancia,

la cagas de fijo en las grandes.

Y “Paquito”, creo, es ante todo un lince, muy grande,

siempre asomado a las puertas del misterio.

Las aceras relucen, plateadas, a la luz invasora

del sol.

 

  1. El ronqueo

Este rato sirve de arranque

para los trabajos del día.

O de tregua para las labores de riego

o de descanso para la afición del “radioacumulador”

de Juan Tinoco

o de entretenimiento para Ignacio, el peluquero

o de ronqueo en el que algunos

intentaran despiezar de nuevo

un mundo andaluz laborioso

plural, dialogante, cofradiero,

–existe–

en favor de lo más despreciable de esa cultura:

La morralla, la mafia, el ventajismo,

el fanatismo fermentado en odio gigante.

Un ventanal enorme da al jardín, a la piscina

y, un poco más arriba a la terraza doméstica.

Se trata de un hotelito para perderse.

Frente al mirador alargado de La Muralla.

Pero para escabullirse hace falta dinero, amigo Antonio.

O sea. Bien. Ya.

Nunca he entendido para qué quieren una piscina

–una cosa tan inmóvil, quieta, encajonada–

la gente que vive a dos pasos del mar,

pero no me cuesta imaginarme a Aitana Sánchez Gijón allí,

echada en una tumbona,

tomando una copa con las gafas de sol puestas.

Aitana suele delatar sus correrías apostólicas,

sin desentonar para nada en mi en Vejer mi en Cádiz mi en Zahara

y le dice al párroco, Antonio Casado:

– Jo, macho, el cura que nos ha dicho la misa hoy

podría ser tu padre.

El párroco conoce el mundillo del espectáculo y de la farándula

y sabe con quién se relaciona Aitana:

la gente que le idolatra –tanta, tanta– y la gente a la que Aitana

ha hecho alguna putada,

que a menudo es la misma, ¿no?

Pues no.

 

  1. Hacer guardia

Hay una cosa que he aprendido con los años:

Si la respuesta no está en el presente,

normalmente está en el pasado.

Me doy cuenta de que soy feliz. Muy feliz.

Estoy a gusto. En Vejer.

Apostado en una azotea de La Corredera,

desde la que alcanzo a ver algunas salidas

de Vejer,

y campos infinitos de trigos, de barbechos, de hortalizas mil

hasta Barbate, Medina Sidonia,

me doy cuenta de que agrada y mucho

estar de guardia (asistir), esa inacción activa,

en la que consiste básicamente la labor de vigilancia

y cuyo tedio solía sacarme de quicio.

Pero de eso hace ya mucho tiempo.

Hará… ¿cuánto? ¿Treinta años que no me dedico a eso?

No es que pueda volver a hacerlo. Me gusta mucho dar clase

(ex hominibus, pro hominibus, dice García Magán,

elegido de entre los chicos de Don Bosco, para los chicos de Don Bosco),

enseñar, y también me gusta investigar, para escribir esos libros

tan sesudos que nadie lee.

Hasta Fernando Ruiz Grande, o Arturo Bris, o José Manuel Leceta, o Ramón Rebollo

hacen como que los leen, aunque yo sé que en realidad

solo los hojean para poder hacerme

algún comentario halagüeño.

No, no me arrepiento para nada de haber escogido

la carrera de profesor, pero al mismo tiempo

tengo que reconocer que todo esto era divertido

y que echo de menos el ímpetu de la persecución

(¿qué persecución…? Me pregunto. Sí, hombre,

cuando el Caralapiz o el Carapulpo, me perseguían

por Ciudad Real, cuando me escondía en un WC,

para estudiar francés), el suspense,

la emoción adolescente de lo prohibido…

Bueno, la terraza La Piccolina es más divertida

que la sala de profesores de la facultad de Leioa, en Bilbao,

o de los EUTG de Donostia, o del CES Don Bosco de Madrid:

Es así de sencillo. Todo.

 

  1. Farlopa

– Me preocupa Juan –me dice Antonio Casado al llegar.

– Juan está bien –contesto apartando la vista de mi novela de

Don Winslow.

Experto quebrado en literatura picaresca

experto apartado en el “quietismo” de Miguel de Molinos,

experto galardonado en historia del País Vasco, hasta siete veces,

me he aficionado a la novela policiaca

y tengo sobre la mesita de noche

una pila de libros de bolsillo: Lemaitre, Madrid, Jan Rankin,

Lee Child, Silva…

– Yo no estoy tan seguro –insiste Antonio.

Suena mi móvil y es Larios:

– ¿Estás bien?

– Estupendamente, Antonio.

– ¿El tema próstata?

– Pues, aunque te parezca mentira, bien.

– Se está usted divirtiendo, ¿señor profe? –pregunta Larios.

– Pues claro.

– ¿Cómo en los viejos tiempos en Sevilla… a 40 y pico grados?

– No tanto, pero de otra manera.

– Los tiempos “perdidos” de nuestra biblioteca “Bartolomé de las Casas”… ¡ay!

– No volverán. Salúdame a Casado.

Larios cuelga.

– Oye, oye…

– Necesito oler el océano, Antonio. O-ler-lo.

Una camioneta pick-up con tablas de surf en la trasera

para en el estrecho aparcamiento que hay por allí,

por delante de la iglesia de las Hijas de la Caridad.

Un tipo –de alrededor de cincuenta años, calculo–

sale por la puerta del conductor, mira alrededor,

se mete las manos en los bolsillos,

y se pierde por… se ha perdido…

Yo he visto mil veces esa mirada nerviosa,

esos andares rígidos y rápidos

esas cabezas puestas en otras cosas.

Te apuesto el anticipo de mi nuevo libro

–tres mil pavos nada menos–

a que el tipo lleva farlopa encima.

Como en Lavapiés: en Argumosa, en calle Zurita,

en Tirso de Molina, en Toledo, en Plaza Mayor…

Y a que alguien está a punto de meterse un pico.

Como en la puerta de la casa provincial no sé qué noche

al salir de madrugada para Vitoria.

Se me cayó el alma a los pies.

Era una chica joven que me pedía perdón,

porque no encontraba otro sitio donde hacerlo.

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