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Inmensidad
El verano aquí cayó con urgencia,
y a mi edad sé que es la estación del año
que mejor invoca el caos
y esconde el vademécum
del perfecto homicida.
Antonio Morillo, uno de lo más longevos
de Vejer de la Frontera,
desprende la bonhomía zen
de los seres que han hecho de su calma
una moral.
– Hermoso pueblo, don Antonio.
– Pues claro. ¿No ha de serlo?
– El verano es la prueba de fortaleza, ¿no?
– El verano y el invierno, no crea.
Aquí todo es inmenso.
– El calor de inmensidad
hace nido en estas costas de Cádiz.
– El verano aquí es famoso
por su excelente dentellada.
– Los madrugones de inmensidad
para hoteles y restaurantes,
que atienden tantas urgencias.
– La playa de El Palmar es famosa
por sus horas de silencio
en los costados de la mar… océana.
– Las jornadas en La Corredera
son lentas, pero no quietas. Inmensas también.
– La tertulia ya está hecha
en las sillas del restaurante Las Delicias,
que instalan a un lado
de la puerta de entrada.
– Tres o cuatro paisanos que se ven
cada mañana por aquí,
se ponen ahora al día
de las cosas de siempre.
De un Starbucks sale “Paquito”. Le saludo. Faltaría más.
Si no tienes claras las cosas que se consideran
de poca importancia,
la cagas de fijo en las grandes.
Y “Paquito”, creo, es ante todo un lince, muy grande,
siempre asomado a las puertas del misterio.
Las aceras relucen, plateadas, a la luz invasora
del sol.
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El ronqueo
Este rato sirve de arranque
para los trabajos del día.
O de tregua para las labores de riego
o de descanso para la afición del “radioacumulador”
de Juan Tinoco
o de entretenimiento para Ignacio, el peluquero
o de ronqueo en el que algunos
intentaran despiezar de nuevo
un mundo andaluz laborioso
plural, dialogante, cofradiero,
–existe–
en favor de lo más despreciable de esa cultura:
La morralla, la mafia, el ventajismo,
el fanatismo fermentado en odio gigante.
Un ventanal enorme da al jardín, a la piscina
y, un poco más arriba a la terraza doméstica.
Se trata de un hotelito para perderse.
Frente al mirador alargado de La Muralla.
Pero para escabullirse hace falta dinero, amigo Antonio.
O sea. Bien. Ya.
Nunca he entendido para qué quieren una piscina
–una cosa tan inmóvil, quieta, encajonada–
la gente que vive a dos pasos del mar,
pero no me cuesta imaginarme a Aitana Sánchez Gijón allí,
echada en una tumbona,
tomando una copa con las gafas de sol puestas.
Aitana suele delatar sus correrías apostólicas,
sin desentonar para nada en mi en Vejer mi en Cádiz mi en Zahara
y le dice al párroco, Antonio Casado:
– Jo, macho, el cura que nos ha dicho la misa hoy
podría ser tu padre.
El párroco conoce el mundillo del espectáculo y de la farándula
y sabe con quién se relaciona Aitana:
la gente que le idolatra –tanta, tanta– y la gente a la que Aitana
ha hecho alguna putada,
que a menudo es la misma, ¿no?
Pues no.
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Hacer guardia
Hay una cosa que he aprendido con los años:
Si la respuesta no está en el presente,
normalmente está en el pasado.
Me doy cuenta de que soy feliz. Muy feliz.
Estoy a gusto. En Vejer.
Apostado en una azotea de La Corredera,
desde la que alcanzo a ver algunas salidas
de Vejer,
y campos infinitos de trigos, de barbechos, de hortalizas mil
hasta Barbate, Medina Sidonia,
me doy cuenta de que agrada y mucho
estar de guardia (asistir), esa inacción activa,
en la que consiste básicamente la labor de vigilancia
y cuyo tedio solía sacarme de quicio.
Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Hará… ¿cuánto? ¿Treinta años que no me dedico a eso?
No es que pueda volver a hacerlo. Me gusta mucho dar clase
(ex hominibus, pro hominibus, dice García Magán,
elegido de entre los chicos de Don Bosco, para los chicos de Don Bosco),
enseñar, y también me gusta investigar, para escribir esos libros
tan sesudos que nadie lee.
Hasta Fernando Ruiz Grande, o Arturo Bris, o José Manuel Leceta, o Ramón Rebollo
hacen como que los leen, aunque yo sé que en realidad
solo los hojean para poder hacerme
algún comentario halagüeño.
No, no me arrepiento para nada de haber escogido
la carrera de profesor, pero al mismo tiempo
tengo que reconocer que todo esto era divertido
y que echo de menos el ímpetu de la persecución
(¿qué persecución…? Me pregunto. Sí, hombre,
cuando el Caralapiz o el Carapulpo, me perseguían
por Ciudad Real, cuando me escondía en un WC,
para estudiar francés), el suspense,
la emoción adolescente de lo prohibido…
Bueno, la terraza La Piccolina es más divertida
que la sala de profesores de la facultad de Leioa, en Bilbao,
o de los EUTG de Donostia, o del CES Don Bosco de Madrid:
Es así de sencillo. Todo.
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Farlopa
– Me preocupa Juan –me dice Antonio Casado al llegar.
– Juan está bien –contesto apartando la vista de mi novela de
Don Winslow.
Experto quebrado en literatura picaresca
experto apartado en el “quietismo” de Miguel de Molinos,
experto galardonado en historia del País Vasco, hasta siete veces,
me he aficionado a la novela policiaca
y tengo sobre la mesita de noche
una pila de libros de bolsillo: Lemaitre, Madrid, Jan Rankin,
Lee Child, Silva…
– Yo no estoy tan seguro –insiste Antonio.
Suena mi móvil y es Larios:
– ¿Estás bien?
– Estupendamente, Antonio.
– ¿El tema próstata?
– Pues, aunque te parezca mentira, bien.
– Se está usted divirtiendo, ¿señor profe? –pregunta Larios.
– Pues claro.
– ¿Cómo en los viejos tiempos en Sevilla… a 40 y pico grados?
– No tanto, pero de otra manera.
– Los tiempos “perdidos” de nuestra biblioteca “Bartolomé de las Casas”… ¡ay!
– No volverán. Salúdame a Casado.
Larios cuelga.
– Oye, oye…
– Necesito oler el océano, Antonio. O-ler-lo.
Una camioneta pick-up con tablas de surf en la trasera
para en el estrecho aparcamiento que hay por allí,
por delante de la iglesia de las Hijas de la Caridad.
Un tipo –de alrededor de cincuenta años, calculo–
sale por la puerta del conductor, mira alrededor,
se mete las manos en los bolsillos,
y se pierde por… se ha perdido…
Yo he visto mil veces esa mirada nerviosa,
esos andares rígidos y rápidos
esas cabezas puestas en otras cosas.
Te apuesto el anticipo de mi nuevo libro
–tres mil pavos nada menos–
a que el tipo lleva farlopa encima.
Como en Lavapiés: en Argumosa, en calle Zurita,
en Tirso de Molina, en Toledo, en Plaza Mayor…
Y a que alguien está a punto de meterse un pico.
Como en la puerta de la casa provincial no sé qué noche
al salir de madrugada para Vitoria.
Se me cayó el alma a los pies.
Era una chica joven que me pedía perdón,
porque no encontraba otro sitio donde hacerlo.
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