ESTER, TODA VIDA IMPORTA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

8 febrero 2023

Sra. Dña. Ester Martínez Herranz

Guadalajara

Amiga Ester:

Espero que al recibo de ésta te encuentres bien. Yo bien gracias a Dios.

Llevo varios meses dando vueltas a esta carta. Y ya. Hoy me decidí, después de mirar y remirar el dibujo –tan ocurrente y directo– de la comunidad de Castilla y León sobre las madres inminentes y el “nasciturus” que se toma en serio y se cree guerrero.

¡Dios qué grande eres! ¡Toda vida importa!

Mi madre Nieves, mi abuela Nona, de Granada las dos, y mi padre Román, de Ocaña, en Toledo, me transmitieron el gusto por la libertad, el valor individual, el buscar el propio camino. Y pensar que no podía nacer en un periodo más complicado. Todos aquellos uniformes, todas aquellas rutinas, todas aquellas canciones, todas aquellas cartillas de racionamientos, eran un pesado chascarrillo frente al sol. “Cara al sol”.

Amiga Ester, mi madre Nieves, maestra nacional de la Segunda República, por las Escuelas del Ave María, del Padre Manjón, de Granada, nos enseñó a mi hermano y a mí toda la magnífica historia de España, las cuatro reglas, la Historia Sagrada de San Juan Bosco y un poco el francés de las buenas familias granadinas, como la de Dña. Casilda Jiménez, viuda de Echevarría, allá por Durcal. Entonces era una rareza, pero también una ventaja formidable.

Acercarse al pasado tiene sus riesgos, porque no permanece intacto. El tiempo es una lepra que hace que se caiga a pedazos.

No obstante, te acuerdas cuando algunos viernes por la tarde me acercaba a merendar a tu casa con toda la tropa. Allí papa Santos y mamá Loli, cortando las uñas de los pies (voy por la 57, Paco), y Loli junior, Begoña, Mariángeles, Blanca, Paz y tú, Ester). Tu casa era una zona franca. Una familia española, oriunda del gran Señorío de Molina, en espera de que llegara “Santitos”, dispuesta a merendarse todo el choricito cular o de Salamanca o de Atienza.

¿Te acuerdas?

Nos permitíamos comentarios ocurrentes sobre la semana y sencillas libertades impensables en otros ambientes, donde los caracteres de cada una podían manifestarse y afirmarse. Recuerdas a tu hermana Mariángeles, estirando el labio como un “clown” de feria y a Paz, cosida ya a su violín con un apego sanguíneo a Bach, Beethoven, o Bob Dylan con tres años solo.

¡Qué maravilla!

Toda vida importa. Todas: cosida a violines, guitarras o saxofones.

Y salía la abuela Ángeles, fingiendo un reproche. Bromeaba, por supuesto. Y nos falta ya desde hace tanto tiempo.

Nosotros, Ester, que nos hemos vuelto adultos y ancianos de aquel tiempo, de los “80 y 90”, somos fruto de una isla, más que de la tierra firme.

Y te cuento.

La pandilla de los de Coro, de los Rodríguez de Coro, vivíamos en Lavapiés.

En una de aquellas tardes sin luz y sin agua de posguerra, mi madre Nieves nos llevó a su habitación, donde ocupaba lugar de privilegio su baúl, el baúl de Granada. También tomaba parte la abuela, Mamá Nona. Ya había sucedido otras veces: cada cierto tiempo algún percance se metía en nuestras vidas –una tormenta feroz, el ruido de la poli de registros, la cólera y las bravatas de la vecina del primero, que le daba al frasco…

– Chicos, baúl, hoy baúl.

– ¡Baúl, baúl!

– A sentarse, en el suelo, sobre la alfombra… y baúl.

Mamá bajó la voz y casi sin abrir los labios nos dijo:

– Dejadme oír otra vez la palabra mágica.

– ¡Abracadabra, pata de cabra!

– El baúl de Granada.

Nos miramos los cuatro, no a los ojos, sino un poco más arriba, a la raíz del cabello de Mamá Nona, donde la lisura de sus mechones de algarrobo resalta con fuerza y donde me habría gustado besarla.

– “Alejandro”, dije con una voz que no era mía.

– Otra vez.

– “Alejandro”, dijo Romanín, mi hermano.

Mamá cerró los ojos hasta fruncirlos. Luego los abrió de par en par y dijo:

– Tratad de que no se oiga la jota, disolvedla en la boca como un caramelo, y nos dijo oír el sonido. A poco Mamá Nona se atraganta.

Repetid su nombre.

– Así, así, él se llamó así, como habéis dicho alma.

– Alegandro.

– Alegandro.

– No quiero saber cómo lo habéis sabido. No quiero contaros nada más. No digáis este nombre delante de los otros. Para todos no nació. Sólo para nosotros es Alejandro. ¿Seréis capaces de hacerlo?

– Alegandro, Alegandro.

Esta vez cerré yo los ojos, ya no moví el punto de la frente de mi abuela, dije que sí a mamá con esa extraña voz grave, que me sale en los momentos solemnes, un tono profundo de tráquea, un bajo de guitarra o así de Paco de Lucía o de José de Lucas de Guada.

Mi madre me besó la mejilla, mientras tenía los ojos aún cerrados.

– Te quiero, Alegandro.

– Lo sé –dije yo.

Y se apartó un paso.

– Te quiero, Alegandro –le dijo a Romanín, mi hermano.

– Lo sé –añadió Romanín.

Y se apartó un paso.

Cambió de tono diciendo:

– Aquí tenéis la partida de bautismo de Alegandro.

– Pero sí nació muerto…

– Vivió muchos meses en mi seno, con sudores distintos, con sangres distintas, con cuerpos distintos.

– ¿O sea que la partida de bautismo acredita que vivió?

– Y la de nacimiento también.

La voz de mi madre perdió el tono envolvente, seguro, para emitir un gorjeo infantil. Cantaba una canción suya que nosotros ya conocíamos, uniendo en coro nuestras voces en el logrado pasaje del estribillo.

Maldito sea, Ester. Cuando hablo de mi hermano “Alegandro” me dejo arrastrar. No he conseguido fingir que no pasó nada, me preocupó siempre. Le preguntaba a mi madre que dónde estaba. No quería decírmelo, me tomaba el pelo. Luego con una sonrisa admitía que no había entendido ni jota.

– Y sí nació y murió, ¿dónde está ahora?

– En el limbo de los justos –añadía Romanín–, dice “Don Fila”.

– Toda vida importa, hijos, toda.

– ¿Toda? ¿También la de “Alegandro”?

– Le pusimos “Alegrandro”. Tenía en herencia el mismo nombre que mi padre, vuestro abuelo, un legado engorroso.

– ¿Cómo, mamá, engorroso?

– Sí, debía medir la distancia entre su rotundidad de hombre y mi inmadurez, cargada de miedos. No sé.

– ¿Y por eso nació muerto?

– Sabéis, el abuelo debió de pensar que aquel nieto no iba a hacer honor a su nombre… y la vida de “Alegandro” se tomó vacaciones el mismo día de su nacimiento.

La jornada del baúl transcurría lenta, la sentíamos dispuesta a la charla y después intentábamos que mamá nos contara algo de los tiempos de la guerra.

Ester, buscar respuestas de los otros es como calzarse en el pie un zapato ajeno, que las respuestas uno debe dárselas solo, a medida. Las de los demás son unos zapatos muy incómodos. A mi madre Nieves no le parecía sana mi fijación con mis hermanos “no nacidos”: Alegandro, Antonio, Agustín, Aquilino (así, todos con cuatro dóciles “Aes” mayúsculas).

– Hijo –me dijo un día–, te los habría cedido de buena gana, te los habría cambiado y en tu lugar no preguntaría más por ellos. Están en el cielo. Para mí fueron una tortura y una esperanza.

Pero toda vida importa.

Ester, cuando tú empezaste como voluntaria en Red Madre, conocías bien lo que es un embarazo complicado.

– En teoría –has dicho a Antonio Herraiz en La Tribuna– venía un niño que era inviable. Aunque los pronósticos no podía ser peores, la palabra aborto no tenía ningún hueco en mi cabeza…

– (…)

– Quería ese hijo que era el segundo –y había que intentarlo.

Rodrigo fue un gran prematuro que nació con muchos problemas. Hoy es un estudiante de primer curso de Medicina, juega al balonmano y, junto a su hermano José Luis, es lo mejor que me ha dado la vida.

Amiga Ester, la tuya es una elegancia de sangre mezclada de Martínez Herranz y Román Jasaneda, que resplandece ya durante varias generaciones. Yo, a mi vez, tuve rastros del logrado cruce entre una granadina y un toledano. A fuerza de temperamento he subrayado más el de Coro.

Mi madre murió, se esnucó en Paseo de las Delicias.

Jamás tuvimos desde entonces “días de baúl” de Granada.

Mi padre murió, mi hermano nacido también.

Los cuatro “nacidos muertos” están en el cielo, decía mamá. Nunca tuvo ninguna otra respuesta tan breve y tan natural. Yo tenía que preguntar y preguntar a quien ya no quería responder y entre tanto la historia barría del polvo junto con las cenizas de los otros hermanos “nacidos muertos” y crecían los bosques sobre las fosas comunes de la guerra y posguerra y toda la vida empujada hacia delante y escondía detrás.

Me obstiné, Ester, me obstiné como un asno sin razón por conocer la verdad de mis otros “cuatro hermanos”, porque los asnos se rebelan ante el exceso de carga y yo, en cambio, no tenía ninguna. Si no tenía razón, ¿qué otra cosa tenía para obstinarme? El amor, sí, pero también un gemido de pena alargado y una pequeña furia aún tibia, la espuma de mi crecimiento a lo largo de 81 años.

Abrazo Ester. Gracias por todo.

Paco

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