Casi de puntillas, como él mismo pasó por la vida, se nos ha dejado el papa alemán, Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. El último día del año pasado, su corazón de 96 años dejó de latir y el pontífice emérito entró en la Pascua definitiva del Padre.
Si la fe de María necesitó tiempo para madurar y situarse en el borde del Misterio de su Hijo Jesús -como apuntaba el evangelio de la Eucaristía del 1 de enero-, tiempo necesitaremos también nosotros para valorar con justa perspectiva el legado de su persona, de su magisterio y de su servicio a la Iglesia.
Mis encuentros con el papa Benedicto se pueden contar con los dedos de una mano y, sin embargo, me han dejado una huella duradera desde mis tiempos de estudio de Teología a mediados de los 70 del siglo XX, cuando su “Introducción al cristianismo” se leía y apreciaba en todas las facultades y estudiantados de Teología y era un texto de referencia en la joven Iglesia del inmediato postconcilio Vaticano II.
25 años más tarde, durante mi estancia en Roma, cruzando la plaza de San Pedro una fría y soleada mañana de invierno camino de mis clases de italiano, me crucé con el cardenal Ratzinger, con su sotana negra, un abrigo, el portafolios y, creo recordar, una especie de boina coronando su inconfundible cabellera blanca. Iba solo, probablemente al trabajo en el dicasterio para la Doctrina de la fe: era el momento de una etapa complicada y hasta polémica para él.
A principios de este siglo, el cardenal Ratzinger nos impartió una conferencia que podría calificar de magistral en la entonces Casa Generalicia Salesiana a las afueras de Roma. Sin un papel en la mano, en un italiano perfecto, justificó las raíces cristianas de Europa, en un momento de dura polémica sobre la inclusión o no de la mención al cristianismo en la Constitución europea. Una síntesis perfecta, muy difícil de rebatir que, sin embargo, no llegó a ramos de bendecir por estar la suerte echada de antemano debido a decisiones ideológicas.
Tres años más tarde, ya en mi ciudad, volví a encontrarme ahora ya como papa Benedicto XVI, a primeros de julio de 2006 cuando visitó Valencia para cerrar el V Encuentro Mundial de las Familias. Escuché sus sabias palabras en la catedral y hasta fotografíe su entrada, flanqueado, quizás sin él saberlo del todo, por los dos brazos principales del poder político local y autonómico de aquel momento que hicieron un uso innoble e interesado de su persona y de su visita pastoral.
El cuarto dedo de mi mano es para la Jornada Mundial de la Juventud, en agosto de 2011: acompañando a los jóvenes de nuestros ambientes salesianos y cubriendo la información de aquel encuentro, nos sorprendió una violenta tormenta, en plena explanada del aeródromo de Cuatro Vientos. Más de un millón de jóvenes pudo contemplar cómo temblaba el escenario, volaban las lonas, caía el aguacero y en el centro del estrado aguantaba con firmeza su pequeña figura ya de anciano.
No me queda otro recuerdo directo para el quinto dedo de mi mano, pero sí el de su gesto para la historia: su renuncia al pontificado en febrero de 2013, cuando ya se sentía débil, cansado, sin fuerzas; acosado con fiereza por problemas internos de la Iglesia que él conocía bien pero que no se sentía con energía para afrontarlos como era necesario. Fue un gesto revolucionario o mejor profético para un papa etiquetado tantas veces como conservador.
Muchos de nosotros le estaremos siempre agradecidos por su mente privilegiada, su magisterio teológico de gran altura, pero que supo siempre expresarse en un lenguaje claro y asequible.
Agradeceremos también su humildad personal que le hizo sacar fuerzas de flaqueza para participar con buen talante y entrega en las Jornadas Mundiales de la Juventud y en no pocos viajes y grandes foros internacionales, a veces ante auditorios poco proclives al aplauso incondicional.
“El tiempo es superior al espacio”, ha dejado escrito con mucha verdad su sucesor el papa Francisco. Y el tiempo nos dará la perspectiva adecuada para valorar la gran talla humana, intelectual y de hombre de fe vivida y transmitida del papa Ratzinger, Benedicto XVI.
Josep Lluís Burguera.
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