Casi siempre se queda fuera, la espera en un banco o en la cafetería enfrente de la iglesia: “Allí no hay nada que me interese”. Don Sebastián le invita a entrar cuando lo ve: “hijo, que hace frío, pasa y siéntate, no hace falta que reces, eso solo lo sabe Dios”. A veces pasa, muy pocas, pero siente dentro una paz extraña, una sensación rara, también le ocurre cuando ve a don Sebastián. Se declara agnóstico, indiferente a la religión, no entiende qué encuentra su novia en el templo. Todo ese mundo le es ajeno, pero al salir suele preguntar qué han dicho, quién es ese apóstol, qué tal está hoy el párroco… Ella le explica con calma, y él la ve feliz. Sigue preguntándose.
Todo su ser busca respuestas, su novia lo sabe y no trata de convencerlo. Conoce bien –también se lo ha dicho don Sebastián– que solo el bien continuado, sin arrogancia, el que nace de la gratuidad, podrá mostrarle algo diferente y, desde su libertad, asomarse al misterio que es Dios. No trata de persuadirlo, solo intenta vivir como si Jesús anduviera con nosotros y nos llamara para construir el Reino, a cada uno por nuestro nombre. Ella trata de ser el amor que nos pidió, que no es sólo dar sino darnos. Reza, ama y confía porque es muy consciente de que también se encarnó para él y sabe que cada día sigue pronunciando sin cansarse su nombre. Dios le espera pacientemente como hace él con su novia a la salida de misa. Una sonrisa, un beso, una pregunta:
⸺Dani, ¿tú te casarías por la Iglesia?
⸺Solo si nos casa don Sebastián.
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