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Mi padre
Amigo Javier:
Si te das cuenta cada vez te voy hablando más y más
de mi padre: Román Rodríguez-Osorio de la Osada,
natural de Ocaña y recriado en Madrid,
en el barrio de Lavapiés, donde nací.
Mi padre no disculpaba
una injusticia
un atropello
una estupidez
una ociosidad
y no los disculpaba
en cumplimiento de su amor propio.
– No tienes por qué hacerle caso en todo, hijo –decía mi madre–
pero en muchos momentos es auténtico.
A la vuelta de los años he comprendido
que mi padre era feroz, porque siempre se autorretrataba
dentro del tiempo,
de su tiempo: República y guerra civil.
Repartía, a diestro y siniestro, contra lo que le disgustaba:
La religión, los políticos cebados del “Movimiento” inmóvil,
La mansedumbre social, los pavoneos de clase…
Podía ser caprichoso, pero nunca frívolo.
Por lo demás sus batallas personales tampoco eran extraordinarias.
Lo normal de un español de posguerra.
Lo sobresaliente era su honestidad al afrontar la vida.
Un republicano seguro de que se podía vivir sin curas,
pero no sin labriegos ni pescadores;
sin tantos militares, pero no sin más científicos,
sin algunos jueces, pero no sin más médicos,
sin tantos políticos, pero no sin todos los maestros.
– Qué listo es ese Don Bosco, hijo. Sois curas, pero maestros.
– Y, además, juegan bien al fútbol. A ver si te espabilas.
Que tu padre en los Dominicos de Ocaña era el mejor delantero centro.
Y eso que mi padre no sabía que San Juan Bosco
en el carnet de identidad, siempre ponía en la profesión:
Maestro, y no sacerdote.
Porque
conocía la impaciencia del saqueo
de los buitres varios que rapiñaban el Piamonte
y exportaban sus métodos salvajes al resto de Italia.
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Un “bolo” de Ocaña
Cualquier Diario y De andar y pensar, en cierta medida, lo es,
quiere estar cargado de una intimidad que no sonroje.
Que destemple quizá.
A cada rato vemos a ciudadanos contándonos de dentro afuera
sin ahorrar estupores ni desengaños.
Así, últimamente, Mayor Oreja, Alfonso Guerra, Rodrigo Rato
hablan por igual de decisiones atrevidas,
libros excelsos,
cuerpos deseados
tableros políticos reveladores
y de fracasos calamitosos,
y de momentos que se hace de noche de golpe,
como en cualquier biografía.
– Va usted destinado al Hospicio de Ciudad Real,
como maestro, asistente y coordinador de la música.
Va como fundador.
Permanezco en Madrid un par de días.
Quise retener en el cuerpo la felicidad de escuchar a mi padre,
y no porque alojara claves del presente,
sino porque desplegaba los entusiasmos y las sospechas
de un hombre que moriría precipitadamente, de un cáncer
y con la claridad de quien se deja atrás un mundo,
al que ya le había perdido la postura:
– ¿Señor Román –dice la enfermera– a su hijo no le gustan las mujeres?
Era el momento antes de la operación de cáncer de garganta
en la Clínica de la Concepción en Madrid.
– A mi hijo le gusta todo, por eso quiere ser cura católico.
Para mi padre Román, comunista del PCE, el mensaje estaba claro:
El sacerdocio católico no se franquicia.
El mundo comunista de posguerra era paciente y sufrido.
Receloso y analfabeto. Utilizado de figurante, sin autoridad,
sin estructura. Esa combinación era imbatible y permitía aguantar
lo que hiciera falta, hasta la victoria final. En eso estaban.
– Toma, hijo, mil pesetas e invita a la enfermera a merendar.
En eso estábamos. En eso estaba.
– Pa… te has pasao. Un “bolo” de Ocaña.
Con lo tacaños que sois todos los “bolos”.
Fue su manera de abandonar la pista de la vida.
Qué vida desbordante acumula la muerte.
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Vanidades desbordadas
El hecho, amigo Javier, es que aquellos dos días
en Madrid, durante la Prehistoria del Hospicio
me sirvieron para encender la luz de la inteligencia
intensa
en mi entendimiento.
La histeria mal llevada de la actualidad
me mantenía confuso.
– ¿Sabes dónde va de Coro?
– Algo he oído.
– ¡A Ciudad Real! ¡Al Hospicio! ¡Oye!
– ¡Más lejos le tenían que haber mandao!
– ¡A Puertollano!
– Ya puestos, a Córdoba.
– Es un desobediente. Por desobediente.
– PacodeCoro tiene criterio.
– Reglas de actuación propia.
– Normas que nunca se salta.
Y así era, si quería escribir.
En éstas mandé cinco artículos a la revista “Dirigentes”.
Sánchez Romo, su director, me publicó una y
al cabo de un año. O sea. Que le importaba un bledo.
Frente a la aridez de las vanidades desbordadas:
– (Yo voy, ya sabes, al bachillerato de Salamanca.
– Yo al de Orense.
– Yo al de La Coruña.
– Yo soy personal de formación, ya sabes, a Arévalo).
Mi padre iba a concretar las hechuras
de un mundo nuevo y ponía la primera piedra concreta
de mi amor a la enseñanza.
– Vas al mejor sitio que puedes ir, no lo dudes, hijo.
En una selva de comentarios, traiciones, avaricia,
bajezas, envidias y maledicencias,
saltaba el ímpetu entusiasta de mi padre, un obrero del metal,
desbordando los cauces inoperantes de la crítica.
– Por fin, hijo, empiezo a entender lo que es ser salesiano… algo solo.
Vas a ser maestro, dice ese papel.
Me empecé a dar cuenta, a adivinar,
que también la razón se alimenta de los latidos de sangre. Sobre todo.
Los mejores ideales paternos ganaban la batalla contra el oscurantismo
y prendían el leño de la Lógica, la Crítica, la Ontología, aquella Filosofía rancia,
sintetizadas entonces en el rigor extremo,
de aprender de memoria definiciones en latín. Y ya.
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La Almudena
Nos levantamos temprano y vamos al cementerio.
“Cementerio civil, qué pena,
tapia por medio el Camposanto
de María de la Almudena” (Gerardo Diego).
Entro en el camposanto vestido de sotana
y zapatos “Segarra” negros de cordones.
Tengo poca ropa, de piquillo.
Versátil.
Heredada.
Retro.
Como yo.
Cosas que a mi padre le importan muy poco.
Vamos directos a la tumba de mi madre.
Rezo. Rezamos. Silenciosos. Los dos.
Manín, mi hermano, está haciendo la “mili”
en la Legión en Sidi Ifní. Le recordamos.
Tocamos la lápida. “Nieves de Coro López,
Maestra nacional”.
Mi padre menea la cabeza.
Se encoge de hombros.
– He aprendido una cosa, hijo –dice– que si vives
en todas partes, no vives en ninguna.
– Tu casa es el Hospicio de Ciudad Real.
– Quiere a esos chicos sin prisa y sin espera.
Mi padre detesta que los curas se pongan en plan cura.
Así que hace lo que hace siempre…
…apartarse un poco porque va a echarse un cigarrito.
Que solo le dará unas caladas,
que no va a apurarlo del todo…
Enciende el cigarrillo,
da unas cuántas caladas deliciosas
y pisa la colilla.
Me dice que no me vuelva.
Andamos, dudamos, caminamos, observamos,
y tememos (uno más que el otro) y vamos apurando
el día, pensando ya en otra cosa. Para qué precipitarse.
– La gente… la gente, hijo, si cobra lo suyo, o lo que cree que es suyo,
no suele hacer preguntas.
Yo tenía una abundancia de deseos.
Alguno diría que en exceso. Allá él.
Yo, con la vista perdida, sonreía y decía algo así
como que cuando uno empieza tiene la obligación de equivocarse.
– “¿En qué punto estás, Paco?”, me pregunté por primera vez
antes de salir para Ciudad Real.
solo entonces me di cuenta
de lo dañado que estaba.
De que no había pasado página.
Paco, me ha encantado este artículo. Gracias por desvelarnos el alma de tu padre, inmensa.
En una sociedad que dicen emotiva sin razón hay que agradecer a Paco de Coro que nos muestre sus emociones razonadas sobre su propia vida y nuestra historia. Gracias por escribir y hacerlo así de bonito.
Como siempre, me encanta. Me apunto la frase «Quiere a esos chicos sin prisa y sin espera». Un abrazo