-¿Qué hace un católico dando conferencias sobre Masonería? ¿Y en Vitoria? ¿Y en una logia masónica? ¿Qué hace un católico dialogando con masones en una cafetería de plaza de la Independencia o cenando con ellos en “Eli Recondo”? ¿Qué hace un católico participando de las magias esotéricas de ritos y liturgias falsas? ¡No, si ya te digo yo!
-¡Calla que, creo, que es cura católico, de esos ilustrados del tres al cuarto que les ha dado por estudiar a ellos, precisamente a ellos, este tema! ¡Eruditos a la violeta! Dijo el otro. ¡A la violeta, eso!
Era una voz seca, y algo huraña, pero en todo caso aplomada, demasiado aplomada, pensé yo, para un canónigo archivero. Yo esperaba otra cosa. No sé, quizá una voz que fuese también bajo palio, una voz sonada, necesitada igualmente de confirmación. Pero no, parecía el tan-tan de una tribu tocando a rebato. La tribu de Rumor, tan extendida siempre y en todas partes.
“Soy el Rumor. De mis lenguas se escapan constantes calumnias que expreso en todos los idiomas, y de las que me sirvo para llenar de falsos informes los oídos humanos, “exclama el narrador de la obra El rey Enrique IV de Shakespeare. “Abrid los oídos, porque, ¿quién de vosotros, cuando habla del bullicioso rumor, podrá impedir que se divulguen sus palabras?, añade.
Amigo Javier, yo siempre he amado los pintores antiguos por su novedad: un Velázquez, un Bosco, un Goya, un Miguel Ángel, como siempre me han atraído los temas clásicos por su perennidad: los Inquisidores, los Alquimistas, las Brujas, los Carlistas, los Liberales,… los Masones.
Al final, casi siempre sucede lo que conviene.
Los Masones.
Y en Sancho el Sabio, esa Fundación cultural de Vitoria, que en nuestra democracia quería navegar por el futuro, iba a suceder. Me encomendaron la gestión y ese día nació el sueño de mi libro: Los Masones, la cultivada exposición de La Masonería en España y la Semana de Estudios varios sobre La Masonería en el País Vasco, con el apoyo constante y perseverante de Aureliano Laguna, Jesús Guerra, Ricardo Arias, Sergio Cuevas, Martin McPake y Don Juan E. Vecchi, que me supo agradecer de mil maneras el trabajo Don Bosco, Maestro de espíritu, publicado en 1990 por encargo de la Conferencia Ibérica de Provinciales Salesianos de España y que me llevó más de dos años de trabajo.
Se acerca el presidente de la Kutxa Vital de Vitoria, me saluda y con buena cara dice: “¡Así que usted es Don Francisco, el amigo del Sr. Múgica!”.
No deja de mirarme con curiosidad. “Su libro Los Masones es un auténtico trabajo de orfebre y profesional. Seguro, seguro que hemos acertado. ¿Quiere usted dirigir nuestra revista de investigación y cultura vasca? –¿A usted que le parece? Conozco señor Guerenabarrena a Don Jesús Múgica desde 1974. Me ayudó muchísimo en la cuestión de la bibliografía para mi tesis doctoral…
Y me puse en marcha, rodeado casi siempre, de un grupo de “agraviados” –así se autodenominaban ellos–, que habían luchado por el puesto y de otros estudios y profesores, que la opinión general consideraba pelmas ilustrados, pero que yo pensaba que eran perfectos cabroncetes, como tendría ocasión de comprobar ya desde el principio. Como ves, amigo Javier, me patina un poco la lengua. Tengo esa cualidad. Sobre todo cuando la afirmación es muy buena y ésta lo es.
¡Puf! Me quedo pensativo rumiando los datos anteriores. Qué hambre de hablar. No importa. Aunque no lo parezca, alguien conecta en alguna parte: en un barrio de Madrid, o en Andalucía, o en el País Vasco, o en Guadalajara, o en Ciudad Real, vaya usted a saber.
El hecho es que yo ya había puesto las luces largas sobre la Historia de la Masonería hacia tiempo. Yo estaba ya metido desde el año 1978 en el Centro de Estudios de la Masonería Española, dirigido por Juan Antonio Ferrer Benimeli desde la Universidad de Zaragoza y participé, de hoz y coz, en los congresos internacionales de Zaragoza, Alicante, Salamanca, Córdoba y Getafe. En el aire, si pudieran verse, aletean libros inconclusos (mi Historia de la Masonería en el País Vasco), en tres volúmenes, escritos, claro, a mano), recuerdos incompletos de estudiosos de España, Italia, Francia y Portugal, ilusiones que perfeccionar y hasta poemas sin final a esos magníficos masones como Ramón y Cajal, Manuel Iradier o Antonio Gaudí, por ejemplo. Pienso que con un poco de suerte podré terminarlos. En fin, completé todo ello, dejando, en el momento de la despedida de Vitoria a Roma en 1997 buena parte de mis trabajos sobre la Masonería en las “provincias vascas hermanas” por las buhardillas que yo llamo de “Balzac”; un gesto doloroso pero considerado decisivo para que Fernando R. o Arturo Bris o José Manuel Leceta o Dany Batanero los terminen, toda vez que los cuatro avanzan también en el estudio de la Historia, Filosofía, Literatura, Informática y hasta de la Inteligencia Artificial de forma vocacional y reglada.
Espero. Sucede lo que conviene.
La Masonería.
Permanece el aroma de una atracción sin nombre, y lo que no tiene nombre concreto, aflige, intimida, asusta, desespera, enoja, precave.
Bueno. Bien. Vale. Ya.
Fue en Vitoria-Gasteiz allá por 1991. El chavalote llevaba un gorro de lana y una cara de frío antiguo y roñoso. Estábamos desayunando en una cafetería Ferrer Benimeli y yo, cerca del Paseo de la Senda, y él se aproximó a la mesa y nos ofreció una revista. Balbuceó con un acento desplazado: “Algo para comer” y puso la revista muy cerca de nuestros ojos. También parecía antigua y roñosa. Quizá había recorrido un montón de países, como una ligera herramienta de papel, quién sabe. El fondo era blanco y los titulares, en francés, nos atrajeron a los dos de forma hipnótica. El francés, ya se sabe, a nuestra generación le activa la ley de la causalidad, es decir, tira desde todos nuestros sentimientos y contribuye así desde el secano del ruedo ibérico al suave desplazamiento de los vapores por el Sena de París.
Ahora, la tembladera de mi mundo interior recuerda. Es la memoria –sarcástica, ávida, improbable– que me devuelve la cabecera también improbable de aquel periódico, pero veraz: Mon petit doigt me l´a dit (Mi dedo meñique me lo ha dicho). La vida, amigo Javier, tiene vocación de relato, de narración, de cuento –todas las vidas, pienso– así que cuando me percaté de la realidad, toda la realidad, recordé, esta vez como aviso, aquel consejo literario de Dieste: el final debe aletear desde el principio. Sí, algo quería decir el dedo meñique. Y así, mientras yo buscaba unas monedas en los bolsillos de la chaqueta, el muchacho miró hacia atrás como si alguien lo llamase, amagó una especie de disculpa y se fue con una prosa teatral hacia la puerta. Y una vez en la calle se echó a correr como alma que lleva el diablo. Claro, se había llevado mi mariconera bajo el ala de la revista francesa. Fue un buen trabajo, limpio de prestidigitación. Ni el Mago Pop. Me hubiera gustado alcanzarlo, si señor, y felicitarlo. Al fin y al cabo, también él trabajaba con la prensa y la comunicación. Un resistente al papel como pocos. Sucede lo que conviene, pensé. Alguien había hecho la revolución por mí. Fantástico. A los pocos minutos, Ferrer Benimeli y yo presentábamos ante “el todo Vitoria”, en la Sala de San Prudencio de la Kutxa Vital mi libro “Los Masones”. No había calefacción en la sala. Pero el libro hizo de brasero. Si lo que existe no es la temperatura, sino la sensación climática, el temazo era un cálido pabellón botánico donde éramos felices como adormideras verdes.
Interesante y enegmatico como el mundo de la Masonería. Paco, por qué rompes el tabú, dede tu condición, de, ya no sólo de conversar con masones, si no de investigar y escribir un libro. Lo veo muy atrevido, por no tener temor a errar en semejante charco. Para mí si es y será un enigma, pero como profesor y tutor en los años de estudiante, me haré con tu libro, seguro y confiado que entenderé de tu mano algo de este mundo. Un abrazo, Paco