En aquellos tiempos, los naipes nacíamos con el estigma del deshonor grabado en nuestra piel de cartón coloreado. Nuestra vida transcurría sobre mesas de taberna, garitos clandestinos y burdeles sombríos. Crecíamos empujados por ágiles manos de tahúres fulleros ávidos de fortuna. Comencé a caminar por la vida con esta triste resignación.
Fui a parar a una población rural: Chieri. Lamenté mi mala suerte. ¡Pocos dineros tenían aquellos pobres artesanos y campesinos! Sus lánguidos quinqués de petróleo apenas si alumbraban las escasas monedas esparcidas sobre las mesas de sus tabernas… Me acostumbré también a las miradas de desprecio de las gentes de bien. Para ellas yo era un pasaporte hacia el infierno.
Me libré de ir a parar a una taberna. Tuve la suerte de que me comprara un muchacho joven y fuerte, de ojos despiertos y cabello rebelde. Se llamaba Juan Bosco. Entre sus dedos experimenté nuevas sensaciones. Extraía una de mis cartas y la colocaba en la palma de su mano. Luego, forzando los músculos del pulgar y el meñique, formaba un escondite perfecto. Otras veces lanzaba todo el mazo al aire y, antes de que cayeran al suelo mis cartas, una de ellas aparecía atravesaba por una fina daga. Ilusiones ópticas que hicieron nacer en mí nueva dignidad.
Colaboré con él en sus espectáculos de prestidigitación. Ante los ojos asombrados de muchachos y adultos, mis días se tornaron mágicos. Desaparecía de las manos de mi dueño para aparecer en el bolsillo de cualquier espectador. Con su soplo mágico reconstruía la carta rota en cien pedazos. Y mi vida cobró sentido.
Juan Bosco ingresó en el seminario. Ordenado sacerdote marchó a la ciudad de Turín, donde no hizo otra cosa que cuidar a los chicos pobres que no tenían familia. Fue entonces cuando comprendí que conmigo había ensayado el gran proyecto de su vida.
Porque los muchachos que acogía don Bosco eran como yo: chicos de la calle; huérfanos explotados sin horizonte… cartas sucias de una baraja humana que con la que se entretenía aquella sociedad enferma. Pero de pronto, llegaba él y ¡zas!: cambiaba la tristeza por una sonrisa; aparecía la sabiduría donde tan sólo había incultura. Transformaba las peleas en palomas blancas de amistad. Recomponía las pequeñas vidas rotas con la armonía de los ciudadanos honrados.
De Juan Bosco aprendí que nunca hay nada perdido cuando se ofrecen nuevas oportunidades. Siempre le recordaré como un mago de la educación, capaz de transformar a sus muchachos. Él nos enseñó “la magia de la vida”.
Nota: Juan Bosco, joven estudiante en Chieri, crea un incipiente Oratorio con la Sociedad de la Alegría. En él desarrollará sus habilidades como mago y prestidigitador. (Memorias del Oratorio. Primera Década, nº 11).
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