“Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía”, una frase muy conocida de Don Bosco que acompaña a la Familia Salesiana como una suerte de escudo para defender la alegría y el optimismo de nuestra casas. ¡Gracias, Don Bosco! Esta frase la he escuchado muchas veces desde niña pero, fue justo hace unos días cuando me resonó el “fuera de la casa mía” ¿Qué pasa cuando estoy fuera de la casa mía? ¿Qué pasa con la tristeza y la melancolía?
Son muchos los pueblos que en la actualidad se desplazan a otros territorios empujados por la situación de conflicto en sus países, en sus casas. Basta con mencionar al pueblo ucraniano, venezolano o centro americano que vemos a diario cómo son protagonistas de un éxodo repleto de tristeza y melancolía.
¿Qué pasa cuando estoy fuera de la casa mía? me vuelvo a preguntar, pues es en este momento cuando la tristeza y la melancolía atacan como lobos buscando devorar todo lo que encuentran a su paso, arrancando sueños, mordiendo el alma, destrozando sonrisas.
Aquí es cuando nuestra espiritualidad salesiana nos hace agudizar el sentido, como al Juanito del sueño de los nueve años, y poner el acento en lo cotidiano, en el día a día. Si bien es cierto que un desplazado, un inmigrante, está en una zona de vulnerabilidad, en un espacio en el que puede reinar la tristeza del desarraigo; este terreno es un espacio en el que la empatía, la solidaridad y la providencia se pueden hacer presente en abundancia. Son las personas que encontramos en nuestro caminar las puertas, las paredes y ventanas de esa casa que hemos dejado atrás. En un nuevo amigo que se hace, se aviva el fuego de la familiaridad; en un café que se recibe o un poco de caldo, el sabor a hogar nos revitaliza; en un sabor que se comparte o una nueva palabra, se siembra la semilla de una nueva experiencia.
“Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía” cobra otro sentido, porque desde la fe la casa se construye desde nosotros, de adentro hacia afuera. Eres casa cuando acoges al otro, cuando compartes lo propio, cuando te abres a la providencia y confías en que somos pueblo de Dios, siempre acompañando, siempre esperanzados, siempre alegres.
Reconociendo los detalles de cada día, nos entrenamos en la gratitud, actitud tan necesaria en los tiempos que vivimos. La esperanza como cayado del que nos apoyamos y la alegría como escudo son dos compañeros de camino en esta travesía que estamos recorriendo. Y si se inunda la tierra porque las lágrimas de los días difíciles se hacen presentes, nuestra sonrisa y la de nuestros compañeros de camino nos sirven de canoa para surcar estas aguas embravecidas.
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