La coliflor

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

8 octubre 2024

El sermón de las coles

Soy una coliflor. Tengo la cabeza blanca y redonda. Me protegen varias hojas verdes y fuertes.

Las dos primeras semanas de mi vida transcurrieron en el vivero de una huerta cercana al río Po. Primeramente, brotó mi semilla. Luego, cuando era una coliflor bebé, que sólo contaba con tres minúsculas hojas, llegó el momento crucial que marca nuestra existencia: el trasplante. Todas nosotras pasamos de la tierra protegida del vivero a la dura vida en el surco. Del acierto en esta labor depende la calidad de nuestro futuro.

Plantada a unos tres palmos de mis compañeras, crecí independiente. Meses después, cuando ya me había convertido en una hermosa hortaliza, me separaron de la tierra. Me colocaron cuidadosamente en una cesta de mimbre junto a otras coles. Y emprendimos viaje en carro. Durante el trayecto nos preguntábamos cuál sería nuestro destino.

Al saberlo, no pudimos evitar un mohín de disgusto. Estábamos destinadas a la mesa de los chicos pobres acogidos por un cura joven llamado Don Bosco. Mala suerte. Los muchachos suelen despreciarnos. No somos su plato preferido.

Cuando llegamos, el mismo Don Bosco tomó la cesta de mimbre con sus manos. Nos llevó a la cocina de Mamá Margarita.

Pero nada fue como habíamos imaginado. Aquellos muchachos ¡nos recibieron entusiasmados! No eran como esos niños mimados y malcriados que al vernos hacen muecas de asco. Fue una acogida magnífica. Nos dispusimos a ofrecerles nuestro sabor más exquisito.

Mamá Margarita, tras hervirnos, nos revistió con salsa de tomate. Espolvoreó una suave capa de queso parmesano. Alborozo y satisfacción al vernos convertidas en un suculento banquete. Me emocioné.

Todavía estaba conmovida, cuando un muchacho alzó la voz preguntando a Don Bosco: “¿Estas coles son como las del sermón? Son tan sabrosas porque las trasplantaron, ¿verdad?”.

Por toda respuesta, el sacerdote movió afirmativamente la cabeza y sonrió. Luego, tras bendecir la mesa, comenzaron a comer.

Cuando yo estaba a punto de desaparecer de este mundo, el muchacho prosiguió: “Nosotros somos como las coles. Cada vez que nos trasplantan, mejoramos. ¿Don Bosco, a que es bueno cambiar de un lugar a otro?”.

Mientras yo entornaba los ojos para despedirme de esta vida, recuerdo que el joven sacerdote miró al chico con resignada paciencia. Tras cinco años de continuo peregrinaje de prado en prado, por fin había llegado al Oratorio de Valdocco, la Tierra Prometida de sus jóvenes. Me pareció escuchar a Don Bosco musitando en voz baja: “No, hijo, no. Aquí estamos bien. ¡Y Dios quiera que nunca más seamos… como coles trasplantadas!”.

Nota. Julio 1845. Don Bosco lleva cuatro años sin encontrar un lugar estable donde reunir a sus chicos. Consigue provisionalmente reunirlos en Los Molinos del río Dora. A fin de animarlos, les dirige el famoso sermón de «Las coles trasplantadas»: compara la penosa situación itinerante que viven con la tarea agrícola de trasplantar a estas hortalizas para que crezcan fuertes (MBe II, 235-237).

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