La diadema

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

2 noviembre 2022

Soy una diadema. Di mis primeros destellos en el taller de monsieur Montparfais, un orfebre francés que supo aunar sencillez y elegancia: tres turquesas engarzadas sobre una cinta de plata. Mi vida de diadema transcurría oculta bajo un velo que cubría rizos y tirabuzones de mi dueña: Julieta Colbert, la marquesa de Barolo. Su austeridad no le permitía ostentación alguna.

Colocada sobre su cabeza, fui testigo de sus obras. Creyente profunda, acudía personalmente a las cárceles de mujeres para instruirlas y poner en pie su dignidad caída. Cuidaba con ternura de las “magdalenitas”; muchachas en riesgo de caer en la prostitución. Abrió escuelas y hospitales.

Conocí a Don Bosco durante la primera entrevista que mi dueña mantuvo con él. Desde mi altura pude sentir la fuerza y el carisma de aquel cura joven llamado Don Bosco. La marquesa le contrató para dirigir el Pequeño Hospital de Santa Filomena para niñas abandonadas.

Don Bosco acudió a su nuevo trabajo… rodeado de niños de la calle. En él habían encontrado al padre que la orfandad les arrebató y a la justicia conculcada por patronos y capataces despiadados.

Un día fui testigo del problema. La marquesa ordenó a Don Bosco que dejará a los muchachos. Le estaban agotando. Debía medir sus fuerzas. Dosificar la entrega. La respuesta de aquel cura, de escasa estatura física y admirable fortaleza, fue rotunda: por nada del mundo abandonaría a sus chicos. La marquesa le amenazó con despedirle. Ante la disyuntiva, él dejó el trabajo.

Meses después llegaron a oídos de la marquesa noticias sobre Don Bosco. Abandonado de todos, vagaba con sus chicos por el extrarradio de Turín. Decían que estaba loco porque jugaba y rezaba con los aprendices pobres por los prados. Buscaba una casa y un hogar para ellos.

De pronto sentí cómo la marquesa me retiraba de su cabeza. Me extrañó el gesto. Llamó a un criado. Me depositó en sus manos. Le susurró palabras al oído… Y ya nunca más volví a ver a mi dueña, la marquesa.

El dinero obtenido por mi venta fue a parar a los muchachos de Don Bosco. Fue un duro golpe para mi orgullo de diadema. ¿Por qué me vendía si disponía de dinero abundante para socorrer a Don Bosco? Se debilitó el brillo de mi plata.

Semanas después se me desveló el misterio. Fiel a sus principios, la marquesa había querido ayudar a Don Bosco con algo más que con dinero. Le entregó algo que formaba parte de su persona: su diadema. Me sentí halagada. Recuperé el brillo.

Si os sirve la palabra de esta diadema, contad a todos la verdad: Julieta Colbert, la marquesa de Barolo ayudó, con humilde discreción, a Don Bosco durante todos los días de su vida.

Nota: Año 1844. Don Bosco comienza a trabajar en el Pequeño Hospital de Santa Filomena, obra de la Marquesa de Barolo. Compagina esta tarea con el Oratorio. Dos años después, la marquesa le obliga a elegir entre su obra o los muchachos. Don Bosco elige seguir con el incipiente Oratorio. La marquesa le ayudará siempre (Memorias del Oratorio. Década Segunda, nº 22).

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