Mis paredes de ladrillo se hallaban cubiertas por estanterías repletas de libros ordenados meticulosamente. Cada libro era una ventana abierta a la sabiduría.
Mi vida de librería era tan solitaria que en ella crecía frecuentemente la mala hierba de la monotonía. Los habitantes de la ciudad de Chieri nunca tuvieron gran afición por mis libros, a excepción de los folletines románticos, tan de moda en aquellos tiempos.
Mi dueño, -el librero Elías Foa-, era un hombre anciano y culto que se desvivía para aconsejar a sus clientes la última novedad llegada de las imprentas de Turín. Proponía títulos, buscaba e indagaba hasta hallar el libro adecuado para cada lector. Excelente negociante, había establecido un sistema de préstamo al precio módico de 5 céntimos de lira: artilugios financieros en una época en la que no sobraba dinero para invertir en cultura.
Cuando el estudiante Juan Bosco cruzaba el umbral de mi puerta, todo era distinto. Todavía me parece estar escuchando el revuelo silencioso que se producía en mis anaqueles y estanterías. Todos los volúmenes anhelaban ir con él para sentir sobre las hojas la caricia comprometida de sus ojos ávidos de cultura.
Aquel joven había hecho de mis libros una herramienta para construir su futuro. Quería ser sacerdote de los jóvenes. Tras largas jornadas de trabajo y estudio, leía con avidez a la luz de una vela. El ruido imperceptible que producían las hojas al pasar entre sus dedos, eran gritos de victoria contra la ignorancia.
Recuerdo aquella tarde. Llegó con un nuevo proyecto en su mente. Tras entablar una breve conversación con el librero, le indicó una de mis estanterías superiores que anunciaba con letra gótica: “Clásicos Latinos”. Elías movió la cabeza y desaconsejó al muchacho aquellos volúmenes encuadernados con tapas de piel marrón y título dorado en el lomo. Eran textos en latín; difícil lectura para un joven estudiante. Pero, ante la insistencia de Juan Bosco, Elías no tuvo más remedio que subir a la escalera y bajarle varios volúmenes. Juan optó por el historiador latino Cornelio Nepote. Tras ojear brevemente el volumen, se lo llevó…
Juan Bosco regresó varios días después. Le miré fijamente intentando adivinar sus andanzas por los intrincados vericuetos del texto del historiador romano… ¿Comprendía realmente o se hacía la ilusión de entender algo que no estaban todavía a su alcance?
Semana tras semana desfilaron entre sus manos todos los títulos de la colección: Cicerón, Tito Livio, Ovidio, Horacio… Entre mis anaqueles repletos de libros, aleteó siempre la duda: ¿entendía el joven Juan Bosco los clásicos latinos…?
De esta historia han pasado muchos años. Hoy me siento orgullosa de haber conducido a aquel chico por los senderos del saber. Actualmente muestro con orgullo una nueva estantería repleta de libros cargados de sabiduría popular y hondura religiosa que la gente sencilla lee con fruición. El rótulo dice: “Lecturas Católicas. Librería Don Bosco. Turín”.
Tan sólo por la pasión que conserva Juan Bosco por escribir y difundir buenos libros, ha valido la pena mi existencia de librería.
Nota: Juan Bosco, durante su época de estudiante en Chieri, acudía asiduamente a la librería del judío Elías Foa. Mediante un sistema de préstamo, leyó los Clásicos Italianos y posteriormente los Clásicos Latinos. De estos últimos reconocerá, años después, que no siempre comprendía lo que leía. (Memorias del Oratorio. Década Primera, nº 13).
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