El pasado puente del Pilar tuve la suerte de pasarlo en Málaga; pero no de vacacioneo, cómo todo el mundo se pensaba cuando me lo preguntaban, sino en unas Jornadas sobre migraciones y refugiados organizadas por la Región Mediterránea de los Salesianos.
¡Cuántas veces hablamos de las migraciones, de los emigrantes! Como un fenómeno, como una situación, como colectivos vulnerables… Pero en Málaga hablamos de personas. Seres humanos concretos, con nombre, apellidos, historias, esperanzas y necesidades.
¿Alguien a quien acoger? Depende… ¿Con qué actitud? Mucho cuidado, porque el paternalismo nos acecha y podemos caer en un “todo para el pueblo pero sin el pueblo”; es decir, superioridad pura y dura, aunque con buena voluntad. Igual mejor podemos pensar en “alguien con quien comparto la vida”.
En esto he estado pensando mucho desde entonces. ¿Con cuántas personas de otros países comparto mi vida? ¿A qué se debe? ¿Cuál es el tipo de relación que me une a ellas?
Y me vienen continuamente a la cabeza las palabras de Pedro Casaldáliga
«Al final del camino me dirán: – ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres.
¿De qué nombres está lleno el mío?
¿De cuáles estoy dispuesta a llenarlo?
Ahí lo dejo. Abrir los ojos, los oídos y mover los pies y el corazón, libres de etiquetas y presuposiciones.
“Un nuevo sitio disponed para un AMIGO más…” Un amigo, que no un huésped porque, como decía San Agustín: ¿Cómo podrás recibir a alguien de huésped si todos viven en su propia patria?
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