Solidaridad compartida
Nunca supe con certeza mi identidad. Para algunos fui una tómbola en la que se rifaba una multitud de objetos lujosos. Para los poderes públicos, fui una lotería estatal que debía someterse a la legislación del Ministerio de Hacienda.
En aquellos tiempos, Don Bosco sufría por las deudas. Los muchachos del Oratorio aumentaban sin cesar. Debía proveerles de acomodo, alimento, vestido, libros… Precisaba una economía sólida para hacer frente a tantas necesidades. Las limosnas eran insignificantes; diminutas gotas de agua sobre un terreno árido. Fue entonces cuando pensó en mí: una lotería.
Recibida la conformidad legal del Ministerio de Hacienda, tomaron forma los miembros de mi cuerpo.
Primeramente, vio la luz mi cerebro. Estaba formado por una docena de personalidades de probada honestidad. Controlarían mi gestación. Orientarían mi crecimiento. Certificarían mi transparencia.
Mis manos se fortalecieron escribiendo cientos de cartas solicitando objetos valiosos a la nobleza: vajillas, relojes de bolsillo, óleos de pintores afamados, enciclopedias, cajas chinas con incrustaciones de nácar, aguamaniles…
Mis pies recorrieron la ciudad ofreciendo miles de papeletas rigurosamente numeradas.
Finalmente creció el resto de mi cuerpo. Lo formaban 3.251 objetos de valor que descansaban sobre las mesas de una gran exposición. Aguardaban la extracción de los números premiados.
Tomé conciencia de mi misión. Iba a convertirme en pan para los chicos del Oratorio; en libros para nutrir su cultura; en prendas de abrigo para paliar el frío del invierno… Fui trigo sembrado en el surco. Y la cosecha resultó abundante: 76.000 liras, fruto de la caridad.
Enseguida me apresuré a restañar los desgarros económicos del Oratorio. Cicatricé las heridas producidas por las deudas. Don Bosco liquidó todos los pagos pendientes. Aunque debilitado por tanto desembolso, me sentía feliz. Quedaba casi la mitad de mi cuerpo para afrontar el futuro.
Entonces ocurrió lo inesperado. Don Bosco me tomó entre sus manos. Me depositó en una pequeña caja. Salió del Oratorio. ¿A dónde nos dirigíamos?
Tras un breve recorrido, entró en «La Pequeña Casa de la Providencia»; un hospital cercano al Oratorio que acogía a enfermos pobres. En él se devolvía la dignidad a personas laceradas por graves enfermedades y convertidas en deshechos por la sociedad. Entregó generosamente lo que restaba de mi cuerpo.
Mientras salía del hospital, se giró. Me miró por última vez. Yo le hice un guiño de complicidad desde la caja. Él me lo devolvió, musitando en voz baja: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis». Se alejó sonriendo. Nunca más supe de él.
Nota: 1851. Crece el número de muchachos acogidos en el Oratorio. Aumentan los gastos. La construcción de la iglesia de san Francisco de Sales agrava la situación. Don Bosco realiza una gran lotería. Compartió los beneficios con el cercano hospital de «El Cottolengo» (MBe IV, 325-329; 354-356; 404; 469-470).
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