Fue el 30 de agosto de 2006.
Sobre las 7 de la tarde enfilo la Cuesta de Moyano con ánimo de llegar al Retiro y despejarme un poco. En el cruce con la calle Alfonso XII me siento morir. Es un dolor convencido, satisfecho que me apresa y me ahoga. Mi cuerpo, insolente, se defiende con una tromba de sudor de la cabeza a los pies. En vano. O sea.
“Esto es morirse”, pienso. Paro el primer taxi.
-Por favor, Señor, a Clínica Moncloa. Me muero. Tenga los 20 € que llevo encima. Si es más pídalo a Salesianos Marqués de la Valdavia 2 y si es menos quédese con la vuelta.
-Agárrese, agárrese fuerte, estamos ya corriendo sobre las pasarelas de madera del Manzanares en obras. Es lo más corto.
El taxista tiene un talante cómplice, armonioso y calmante, que contrasta con mi angustia puntiaguda del infartado. En Urgencias se baja del taxi y él mismo me deja en manos de una enfermera, mientras me dice: “¡Señor, todo irá bien!”.
-¿Se llama Vd.? – Francisco – Francisco… las sublinguales, tome las sublinguales.
Me antojo desamparado y en tensión agazapada.
-Tranquilo, Francisco, está Vd. ya controlado. Un pinchazo por aquí… Le abrimos una guía…
Percibo síntomas de un mundo hecho añicos.
-Firme aquí y aquí… ya sabe, las cosas hay que sellarlas con formalidades. Sus teléfonos más personales… el de su médico, por ejemplo.
De madrugada llega una doctora con mohín decidido y voz desprendida. Después sabré que se trata de la doctora Vázquez. “¡Francisco queda Vd. ingresado bajo mi responsabilidad! Tranquilo, está Vd. controlado”.
Como mínimo me informo. Llamo a unos y otros antes de entregar mi móvil.
El día 1 de agosto llega el doctor Mesa. Son inútiles todas las preguntas que le hago medio a la desesperada. Se limita a sonreír y a asegurarme que lo mejor es dejarme hacer. Por todos los indicios quiere protegerme.
-Francisco, el próximo día 3 le operamos. Tiene Vd. un infarto múltiple.
Todas las horas previas a la operación cumple con todos los prolegómenos de manera elegante y comprensiva. Y, cuando llega el momento de desabotonar el enigma y dejarlo al descubierto, me pone en estado de alerta:
-Sesenta/cuarenta… u ochenta/veinte. Francisco hay que operar a corazón abierto. A vida o muerte.
“Dios mío, pienso, qué poco ha durado esto. Parecía ayer cuando jugaba a dola en Lavapiés, o en Salesianos Atocha”.
-Sesenta/ochenta todo irá bien… Cuarenta/veinte menos bien.
“Por favor, buen Dios, una parada para el desasosiego. Y yo necesito un respiro. Mi memoria es ahora una prolongación del aparato respiratorio. En estos casos, no hay tanta distancia entre el viejo de hoy y el niño que fui. Me siento culpable, Señor, de todos los pecados capitales, menos la envidia. Sí, eso, la envidia. Además, por haber metido la jodida mano en la intimidad de las palabras. Lo sé. He mirado lo que no debería mirar. He estado donde no debería estar. Un ángel caído al fin, como muchos, como todos. Estoy en liquidación”.
La vida siempre ofrece sabrosas dificultades.
El día 3 de agosto la muerte empieza a demostrar su verdadero rostro. El salesiano amigo Jesús Guerra me confiesa in articulo mortis. Saliendo para el quirófano me para una enfermera: “¿Es Vd. Francisco? – Sí – ¿Pero no sabes que están prohibidas las llamadas a la UCI? –le responde otra-. Se trata de una señora de Guadalajara. –Bueno, rápido-. ¡Don Francisco! – ¡María José! – Los chicos y los nietos rezan por Vd. Todo irá bien-. Gracias, besos a María y Miguel Ángel.
Cables, pinchazos, gomas, mascarillas. Me dejo ir. Sufro los desvaríos de la imaginación y lamento que Fernando Ruiz Grande no haya llegado. “Vendrá”, pienso. Todo es confuso e ininteligible. Apliques de fantasía en mi cabeza. Me miran, silenciosos, cinco doctores. No los conozco. Los observo bajo el nombre de experiencia, en la cesta de la confianza. Noto una mano-. “¡Buf, te esperaba!” – “Lo sé”. Y el doctor Mesa que se sabe en su terreno le dice a Fernando R: “¿Por qué quieres tanto a este cura?” – ¡Porque sembró mucho en nosotros! Total, amigo Javier Valiente, que yo ya me podía morir. Me acababan de pinzar el nervio del estupor. Eso era ya la muerte. Me doy cuenta de que me escuchan como un murmullo ya pasado.
No tan ajeno a todo, aunque sedado, durante 15 días, me limito a medio ver, callar, asentir, comprender y cazar feliz las grandezas y las miserias humanas. Con toda la sagacidad de la mirada interior que me dieron mis padres Nieves y Román observo, impávido y vegetal, la estampa de la Virgen de la Salud de Sigüenza que me pusieron debajo de la almohada “el Rodri y Aurora” junto a un par de pijamas nuevos, recién comprados; oigo una mañana a la enfermera sustituta: “¿Oye, el 9 vive todavía?”. Y el 9 era yo; o al provincial Luis Manuel, o a los salesianos Zapata, Rubio, Manolo Sánchez, Aurelio Sáez y al general de la SAFA, Andrés: “Todos rezamos por ti”; o a Rosa y a Diego Toledano que le dice a su padre José Luis: ¿Papá, nos quedamos otro poquito más con Paco?; o a Dani Batanero que me trae la imagen de Echániz, Orea, Rebollo, Luisfran, Isi, Robert, los Santos, Castillos, Romanes, Balaguer, Pousos, Atienza, Joseli, Julito, Sevillas; o a Trini y Luis Leceta: “Don Paco, a recuperarse a mi casa de Yélamos”; o a Raquel: “Todos, todos los Hernandos te queremos”.
Después de todo, con la muerte dentro, estoy viviendo una especie de infancia afectiva, exploro emociones inéditas de agradecimiento a enfermeras, tantas, y tres “médicos”: las doctoras Vaquero, Trescasas y Torrejón. Un día, después de caerme en el baño, como paciente adherido, adhesivo, inducido o consentido el doctor Paylos y sus enfermeras me hacen un electroshock. “¿Francisco, bien?” – “¿Siente algo especial?”. En los momentos más emocionantes me suelo comer las preposiciones: “Doctor, siento una paz, no sé… cielo…”. A lo lejos oigo a una enfermera: “No sabe lo cerca que está de él”.
No sé qué día me levanto con la huella que deja en los ojos una transfusión de abismo. Le confío al doctor Gómez Tello que no puedo orinar. Ausculta. Se sienta en mi cama y a mí me sienta en el butacón. “Pero hombre, ¿por qué no nos lo has dicho antes? Vienen dos enfermeras. Me hacen un pinzamiento y Vicente que se queda solo para el vaciamiento. Pregunta: “¿Oye, y la Segunda Carlistada que empezó en 1874?”. “No, no –respondo-, aunque fuera de forma romántica, se inicia en 1870 y en Azpeitia, con su párroco Jáuregui y sus 160 muchachos de las Congregaciones de los jesuitas de Loyola que se tiran al monte Jaizkibel y bla, bla, bla…” Mi charla tiene mucho de confirmación de mi mismidad vieja vasca.
Este Vicente es más listo que el hambre y sabe que mi otredad vasca ha invadido mi identidad, tan pluriforme. También mi ser vasco está en carne viva (“Estoy escribiendo media docena de libros vascos, doctor. Gran parte de Vasconia, oye, hierve dentro de mi y, la verdad, con gran parte de Vasconia dentro no es fácil quedarse dormido”. Pese a todo, a la hora, aligerados ya todos los pormenores de la desazón urinaria, me quedo aliviado. “¿Oye, Vicente, a cada paciente le dedicas una hora?”-. “A los que me dan gratis una conferencia sobre el carlismo, sí. Además, era el tiempo que necesitabas para expulsar todo el orín. Mañana te damos de alta”. ¡Este Vicente…!
De nuevo me acaban de pinzar el nervio del estupor.
Se rompieron los senderos de mi memoria entre los quirófanos de Clínica Moncloa y lo que me llegan son quejas, algún grito, chillidos y suspiros deshilachados.
¡Eh, Javier Valiente; eh, ustedes los que me leen! Ustedes no saben lo que es el rumor de un río desaparecido. La idea de Rumor, esa flauta donde soplan las conjeturas, los recelos, las maledicencias, las sospechas, tan sencilla y fácil de tocar, que fascinó al mismísimo Marx y ¡ojo! a sus discípulos de todas las épocas, ay…
Pero sigues aquí, entre nosotros, haciendo el bien.
Querido Paco,
No sé si resucitaste o no llegaste a morirte, lo que sé es que todavía te queda mucha guerra por dar.
Recuerdo varias tardes y largas conversaciones de aquellos días en la Clínica Moncloa; otras anécdotas las aprendí en el libro «Guadalajara sentida; a corazón abierto» que, además de un desahogo emocional en toda regla, fue el inicio de una nueva manera de escribir tuya, aderezando la verdad, la historia y los hechos, con matices verosímiles cargados de tu vitalidad singular, cuando cuentas de manera novelada cómo pudo haber sido algo de lo que no sabemos exactamente los detalles, pero existe constancia histórica de la esencia o el resultado… Eres capaz de rellenar esos huecos y hacernos entender los porqués de lo que realmente pasó. Este nuevo estilo, tan diferente de tus sesudos, rigurosos y documentadísimos libros de historia, es una consecuencia de tu experiencia humana durante el trance vital que viviste aquellos días y da lugar a libros que se leen de un tirón y donde, además de la historia que se narra, se aprende humanidad.
Con todo ello, además, surgió de manera espontánea lo que yo bauticé como «la red social de Paco de Coro y sus cosas», una especie de club de fans incondicionales tuyos, la mayoría (te encanta) de Guadalajara y la inmensa mayoría (te guste o no) de derechas.
Abrazo fuerte, amigo, y a seguir dando guerra! Dany
Querido Paco, hago mías tus palabras y también las sensaciones de haber pasado por una situación parecida, ¡Ay el Doctor Mesa! a quien le debo mi vida, después de superar una operación de seis horas y una hemiparesia y esternotomía para reparar la válvula mitral…
Doy gracias muy especialmente a los Mártires Salesiano, cuyas reliquias por aquel entonces (Octubre de 2007) cuidaba mi hijo Paco, hasta su instalación definitiva en la Capilla de los Mártires de Atocha…
Aunque no lo lo supe en el momento, ya resulta para mi una experiencia compartida.
Que vivas muchos más años!
Paco, un antes y un después. Una segunda oportunidad de vivir reviviendo y remozando lo vivido. ¿Hemos necesitado esa subida al Retiro para tu reencarnación como escritor de historia novelada, según dice el Dany?