Era invierno. Yo llevaba varios días agazapada en las nubles. Esperaba el momento propicio para dejar caer mis copos de nieve sobre la ciudad de Turín. Oteaba casas, palacios, calles y avenidas. Intentaba detectar un acontecimiento importante para desplegar mi manto blanco de nevada. Las horas transcurrían tediosas y lentas. Escasos ciudadanos deambulaban por las calles. Se resguardaban del frío bajo los amplios pórticos que adornan las avenidas de la ciudad. Nada merecía mi blanca presencia, signo de bondad, pureza y resurrección.
De pronto, algo llamó mi atención. Desde mi altura observé un grupo de niños reunidos en una sala. Escuchaban atentamente las palabras de un sacerdote. Retiré mi mirada. No era un acontecimiento digno de ser realzado por mi blanca presencia.
Minutos después, al no hallar nada importante, mi mirada regresó nuevamente a la sencilla reunión. Se trataba de un acontecimiento vulgar: unos cuantos muchachos y un cura cobijados del frío en la sala inhóspita del edificio de un barrio extrarradio. No formaban parte del latido noble y aristocrático de la urbe.
Todavía no sé porqué lo hice. El caso es que, llevada por la curiosidad, dejé caer algunos copos de nieve y me deslicé por ellos. Miré a través de la ventana… Me asombró la atención con la que escuchaban al sacerdote aquellos chavales desarrapados; pequeños obreros que escondían tras sus blusas, las heridas de la explotación causada por patronos sin conciencia; mano de obra barata en las fábricas textiles, los andamios y las fundiciones…
Me hallaba en estas reflexiones cuando, desde la ventana, observé cómo aquel joven sacerdote comenzaba a llorar. ¡Qué extraño! ¿Serían lágrimas de rabia e impotencia ante la miseria a la que eran sometidos sus pequeños?
No. Con sorpresa descubrí que el sacerdote sonreía al mismo tiempo. Eran lágrimas de alegría y esperanza. Les decía, con la mirada clavada en el futuro, que aquella sala iba a ser el nuevo hogar donde recuperar el afecto perdido; oportunidad para estudiar y crecer como honrados ciudadanos y buenos cristianos; sencilla iglesia en la que poder llamar a Dios, Padre.
Nunca supe su nombre ni quiénes eran. Pero convoqué a los copos más blancos de las nubles. Les ordené que se deslizaran lentamente hasta formar un gran manto blanco. Contribuí a realzar la sencillez y la humildad que tienen las cosas buenas cuando nacen.
Nota: 8 de diciembre de 1844. La marquesa Barolo facilita a Don Bosco una sala donde reunir a sus muchachos. Un cuadro de san Francisco de Sales preside el provisional Oratorio. Don Bosco “derramó lágrimas de consuelo porque veía la obra del Oratorio como si estuviera ya consolidada”. Fuera caía una copiosa nevada. (Memorias del Oratorio. Década Segunda, nº 16)
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