Tiempos recios.
Mundos recios.
Sí, habitamos en un mundo recio,
habitamos en un mundo horrible,
donde no se necesita a Dios,
nuestro Buen Dios.
Dios es ya un lugar en ruinas, abandonado, olvidado.
Tan solo aquellos que desean morir se acercan a Dios,
quizá algún filósofo, quizá algún científico,
quizá algún poeta,
quizá algún loco, quizá algún santo,
quizá algún vencido por la vida,
quizá los minados por el COVID-19,
y nos acercamos a ese lugar peligroso y atractivo
y en ruinas y bello y abandonado que es Dios.
En los hospitales y en los orfanatos está Dios.
En las cárceles y en los manicomios está Dios,
detrás de todos los miedos está Dios.
Está Jaungoikoa,
miedos sin origen y sin destino,
miedos que proceden de los nervios,
miedos y más miedos.
Tal vez Jaungoika concibió el mundo ya así desde el inicio,
sembrado de miedos, sembrado de minas,
con la esperanza de que algún día,
volviésemos la cara hacia el infinito.
He aquí mi Irrintxi necesitado:
Ignacio de Loyola, la obstinación.
La obstinación aspira a las cumbres, a las estrellas, al mar. Siempre está lejos de la ternura, pero si alguna vez la acercas, la ensancha. Ningún listado de obstinación puede prescindir de los jesuitas. Juzgar a la Compañía de Jesús como el brazo ejecutivo de la Contrarreforma es una obviedad tan rotunda que interesa a la historia de las religiones, a la historia de Europa y a la historia de España y América; calibrar el impulso humano que alienta en las empresas de Ignacio de Loyola, mueve a la admiración de la sensibilidad más volteriana. No podemos negar que en la obra ignaciana con frecuencia la avaricia evangélica entra en conflicto con la temporal, pero tampoco que su despliegue de energías intelectuales y logísticas solo admite parangón con la conquista de América (“Segundo acontecimiento global de la Historia Universal, después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo”, historiador Villoslada dixit).
Por la severidad de sus sotanas y fajines volátiles, que inflan a cualquiera de inquietud, los jesuitas vienen a advertir que empiezan con ellos los Ejercicios Espirituales: tiempos de aquelarres divinos. Que en los meses de agosto y de septiembre la vida arde en todas las direcciones y es probable que en alguna de ellas encuentres un motivo más para seguir en pie y ayudar a otros a hacer lo mismo.
Que, pese a todo, amigo Javier, y precisamente por todo, el verano puede ser una prueba rentable de placer y crecimiento y si te niegas a creer que ciertos sucesos acaecen exactamente en tu honor es que o estás muerto o eres un “adoctrinado más”. “San Ignacio de Loyola”, 31 de julio, es un tránsito entre dos momentos convencionales. El paso del rigor del trabajo o estudio reglado, a la excitación de los sentidos, que se prolongará (más o menos, menos o más) hasta el próximo otoño. O sea.
Nada, nada, en especial. A poco que uno se fije, vivir es eso, vivir es un ejercicio analógico hecho de pequeños fragmentos, de asuntos normales. Pero de vez en cuando necesitamos pactos de credibilidad, para no tener que explicarnos del todo lo improbable. O lo insólito.
Ignacio de Loyola, soldado.
La comparación militar no es gratuita. El santo guerrero vasco fundó a semejanza de su propio carácter un ejército espiritual y humanista, capaz de producir hasta industrialmente la victoria de la voluntad sobre el cuerpo y la del espíritu sobre la materia.
Ahí es nada y tal y qué sé yo.
Jesuitas, la obstinación.
En sus noviciados ingresaban muchachos fogosos y salían -cumplido un paciente adiestramiento a través de esos Ejercicios Espirituales-, hombres indiferentes a la tentación, ajenos a todo placer fuera del celo proselitista, maestros de dialéctica, resistentes a cualquier penalidad, obedientes hasta el nihilismo (perinde ac cadáver / como un muerto), seductores en la predicación, sumergidos en la pobreza alcanzada y entregados a las misiones, al punto de coger el martirio estilo japonés, chino o amazónico como gaje de oficio.
Colonos de postín de la fe católica, la expansión de los jesuitas corrió pareja del recelo que iban despertando. Perfeccionaron, sin prisa y sin pausa, el poder blando de la influencia sutil -hasta obsesivo- a un grado de refinamiento desconocido e impenetrable, y por ello fueron temidos y glorificados, expulsados y repuestos, perseguidos y admirados.
Jesuitas.
Cardan lana de triunfadores hasta en el mismo desuello.
Misioneros de un nomadismo temerario, no dejaron que la acción les robase las horas de contemplación, necesarias para alcanzar la cima erudita de cualquier época.
Amigo Javier, los jesuitas, receptores todos de una educación de colegio de pago, se convirtieron pronto en líderes no tan pijos de la comunión espiritual con la naturaleza, la veracidad hasta matemática del cristianismo, en la línea de Ramón Llull, el místico lógico, y la síntesis entre la lógica y el dogma con fines apologéticos.
Así, pudieron regar la cristiandad de colegios y universidades mil porque sabían y siguen en ello que las almas se agarran por el cerebro.
Las almas se agarran por el cerebro.
Jesuitas.
Cardan lana de empecinados humanitarios en el apogeo del siglo XVI.
Tutelaron a los herederos de todas las cortes europeas. Detuvieron el avance protestante y reforzaron la ortodoxia, pero jamás se mancharon las manos en procesos inquisitoriales. Lo suyo fue la cabeza. Y de todas las cabezas que alumbraron esta máquina engrasada de liderazgo, cuyo último fruto es el Pontífice actual Francisco, yo no he querido fijarme en las más carismáticas -el propio Loyola, Javier, Borja, Claver-, sino en las más cercanas y amigas de mi “vida y milagros”.
Jesuitas.
Cardan lana de amigos incondicionales hasta su muerte.
Pobreza material y elitismo intelectual. Así se resume la fórmula mágica del jesuita, cuyo núcleo aglutinado en la Gregoriana, en torno a la figura magnética de Villoslada, lo forman seis pioneros: Pierre Blet, Miguel Batllori, Díaz de Ferio, Martínez Facio, Vicente Monacchino y Santiago Martina.
Sin excesivo trabajo, supe ganarme el derecho a ser escuchado en los consejos de la facultad de Historia, como delegado de los estudiantes de Lengua Española, al par que iba definiendo el carácter de mi tesis doctoral: Miguel de Molinos, el estratega doctrinal, al que dediqué un combativo año en el Archivo Vaticano, nutrido por una vocación lectora, tan precoz como voraz sobre el Quietismo.
He aquí mi Irrintxi obligado.
Ignacio de Loyola, la obstinación.
Manuel Revuelta y Rafael Sanz de Diego, la obstinación.
Durante más de cuarenta años en miscelánea Comillas, o Razón y Fe, como historiadores persuasivos y recurrentes, analizaron mis libros, mis artículos de investigación (150), mostrándome como plumilla corajudo y director de Sancho el Sabio, revista de investigación y cultura vascas, refundada por mí en 1991, donde alentaba la complementariedad cultural entre estudiantes y profesores en Vitoria y desde Vitoria.
Ignacio de Loyola, la obstinación.
José Gómez Caffarena, la obstinación.
Me introdujo en su instituto “Fe y secularidad” para ofrecer charlas sobre “Historia de los primeros siglos del cristianismo”, de la mano del catedrático salesiano José María de los Santos y López, el mentor e insustituible mantenedor del Partido Andalucista, a gloria de San Juan Bosco, amén.
José Antonio Martínez Camino, la obstinación.
El primer obispo cariñoso que me invitó a cenar a su mesa, junto a Revuelta, y nos sirvió suculenta cena, después de presentar mi libro Martínez Izquierdo. Diputado, senador y primer obispo de Madrid-Alcalá en la Colegiata de San Isidro, sobre su tumba. Impagable acontecimiento que guarda mi trabajo dedicado a mis padres Román y Nieves, mi hermano Román y mi abuela Mamanona junto a mi tío cura, Mosén Gregorio.
Tal vez Jaungoika concibió al mundo ya así desde el principio, sembrado de minas, sembrado de amigos, sembrado de jesuitas, con la esperanza de que algún día, volviésemos la cara hacia el infinito.
La obstinación aspira a las cumbres, a las estrellas, al mar.
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