Entiendo que hace miles de años la humanidad hacía fuego con dos piedras, con palos, etc. y ahora tenemos mecheros o una caja de cerillas.
Una viñeta de humor de la revista The New Yorker, obra de Bárbara Smaller, muestra a una pareja en el salón de una casa. Él con cara seria, las manos en los bolsillos, mudo, jersey de rayas, barriguilla burguesa y gesto mustio. Ella con un abrigo colgado del brazo, el bolso de un hombro y la maleta al lado. Se marcha. Le explica su decisión: «Tú satisfaces mis necesidades, pero estoy buscando a alguien que se anticipe a ellas».
La ironía de la escena expresa el clima social de insatisfacción, frustración e insuficiencia que nos rodea en todos los órdenes. Y es un aperitivo de lo que, muy probablemente, nos acabe trayendo la generalización de la inteligencia artificial, una tecnología con ciertas dotes adivinatorias que se va aproximando a la infalibilidad, que hace mejor que las personas miles de tareas, que ya está cambiando el mundo a una velocidad de vértigo, pero que, sobre todo, en pocos años lo transformará en otra cosa muy diferente a la actual. Al menos nuestro mundo desarrollado. Y ello, al margen de que nos venga bien o mal, de que nos guste mucho o poco, de que nos haga mejores o peores. Nos adaptemos o no a sus exigentes desafíos. La IA va a decirnos muy pronto qué queremos, qué necesitamos, qué nos apetece y qué nos va a pasar mucho antes de que lo queramos, necesitemos, deseemos o nos suceda. Menudo aburrimiento.
Cuanto más conozco de las nuevas tecnologías y sus poderes redentores, más echo de menos las dudas propias de la pobreza o la debilidad, la clemencia y el perdón como respuesta a muchos problemas, el error consentido, la sinrazón de lo bello, la libertad de ceder, pactar y perder a sabiendas, el amor porque sí, para nada y pese a todo, el arraigo, la piel y el temblor… Es decir, todo aquello que, como un color indefinido, un verbo equívoco o la risa tonta, nos hace incomprensibles, infinitos, inimitables y únicos. Capaces de crear, a diferencia de esas inteligencias sintéticas con que, por cierto, se empeñan muchos políticos en obligarnos, ni siquiera convencernos, el blanco roto, las victorias pírricas, la ternura, la inocencia o un hogar en medio de edificios destruidos, bombardeos y escombros…
La inteligencia artificial (IA) tiene la capacidad de hacer frente a algunos de los mayores desafíos que afronta, hoy en día, el ámbito de la educación, de desarrollar prácticas de enseñanza y aprendizaje innovadoras y, finalmente, de acelerar el progreso en la consecución del Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 4. No obstante, estos avances tecnológicos rápidos implican inevitablemente numerosos riesgos y retos, que los debates sobre las políticas y los marcos reglamentarios tienen aún dificultades para superar.
Pero ahí también estamos nosotros, pongamos sentido común e inteligencia “normal”, de la de siempre.
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