La piedra

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

8 febrero 2022

Construyendo gestos de paz

Hace tantos siglos que nací, que no recuerdo cuándo comenzó mi vida. Soy una piedra.

Tomé conciencia de mi existencia cuando llegaron ellos. Me agarraron. Calibraron mi grosor. Calcularon mi peso. Me apilaron junto a cientos de hermanas mías en el borde del prado.

Al sentir el calor de aquellas manos jóvenes, desperté de mi letargo secular. Mi cuerpo cabía en el puño de un muchacho. Me dejé llevar.

Imaginé una vida abierta al futuro. Probablemente me habían elegido para convertirme en parte del muro de una casa. Me entusiasmó la idea. Harta de estar siempre a ras de suelo, por fin podría encumbrarme y crecer como crecen las paredes. Soñé un abrazo de cal, agua y arena que me ayudara a olvidar siglos de soledades.

Horas más tarde, todos mis sueños se derrumbaron. Llegaron nuevos muchachos. Sus palabras gritaban violencia. Sus miradas rezumaban rencor. Preparaban una batalla.

Viéndoles, comprendí horrorizada que estaba condenada a convertirme en proyectil que se lanza; una piedra que golpea y hace brotar hilos de sangre.

Los contendientes se habían citado a primera hora de la tarde. El sol brillaba. Me hubiera gustado huir. A la voz de un joven mayor, decenas de muchachos tomaron posiciones. Enfrente había otro grupo de mozalbetes provistos de piedras. La escaramuza era inminente.

Comenzó la contienda. Se alzó un griterío henchido de insultos. Volaron decenas de piedras por el aire. Los alaridos se fundieron con ayes y lamentos. Vi manar la sangre desde una brecha abierta en la cabeza.

Hice esfuerzos desesperados para no convertirme en proyectil. Me acurruqué en el interior del montón de piedras. Demasiado tarde. Uno de aquellos mozalbetes me tomó. Apretó sus dedos contra mi fría piel. Tensó el brazo hacia atrás… Me lanzó con fuerza. Cerré los ojos mientras mi cuerpo trazaba una parábola en busca del destino. Instantes después, reboté sobre la hierba. ¡No había herido a nadie! Me sentí afortunada.

De pronto, se hizo silencio. Agucé mis oídos. ¿Qué motivo había hecho enmudecer súbitamente chillidos y exclamaciones? Cuando alcé los ojos, le vi. Era un cura de escasa estatura. Vestía sotana. Valiente y decidido, caminaba en medio de la batalla. Al llegar al centro del prado, se detuvo. Se agachó. Y me tomó a mí: una humilde y asustada piedra.

No pronunció palabra alguna. Con gesto sereno me levantó. Me mostró a los contendientes y negó varias veces con la cabeza. Se abrieron las manos de los muchachos: decenas de piedras cayeron sobre el prado. Pusieron fin a aquella estéril reyerta. Comprendieron que la violencia no es el camino.

Luego nos dirigimos hacia el Oratorio de Valdocco. Don Bosco iba delante: abría el camino de la no violencia.

Yo entré en el Oratorio escondida en el bolsillo de su sotana. Ahora permanezco sobre la mesa de su escritorio. Cumplo con eficacia mi doble misión: ser pisapapeles y símbolo de la no violencia.

Nota: Mayo 1859. Se prepara la guerra que enfrentará a Austria contra Francia y Piamonte en las localidades de Solferino y Magenta. Los muchachos del Oratorio viven un ambiente prebélico: organizan batallas de piedras en los prados circundantes. Don Bosco, metiéndose en medio de ellos, les disuade del empleo de la violencia y les advierte de la inutilidad de la guerra (MBe VI, 176).

Fuente: Boletín Salesiano

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