La república de los idiotas

1 diciembre 2023

Donald Trump: ‘I Could … Shoot Somebody, And I Wouldn’t Lose Any Voters'[1]

Platón proponía el gobierno de los filósofos para su República ideal. Según su planteamiento intelectualista, los sabios conocen el bien y el mal, y son, pues, los más idóneos para gobernar la república. No hace falta decir que esta fórmula no se ha aplicado jamás. Entre otras razones, porque el reparto de poder no tiene nada que ver con la tranquila serenidad académica que el filósofo imaginó en sus textos.

La Ilustración acabó con milenios de teocracias sustentadas en la teoría del origen divino del poder, aunque en algunos casos se prolongó hasta bien entrado el siglo XX. Baste pensar en las monedas con la efigie del Caudillo “por la gracia de Dios”.

La democracia es una propuesta de la ilustración. Está basada en la idea de igualdad, aunque no fue hasta el siglo XX que se instituyó el sufragio universal. Esto pertenece a la idea misma de la democracia: el pueblo soberano elige a sus representantes entre las diversas propuestas que se le hacen desde las diferentes instancias políticas. La cosa estaba bien pensada: con la prensa libre, las ideas circulan sin trabas ni censuras, y la gente, bien informada, elige libremente el gobierno. Con la escolarización universal y la casi desaparición del analfabetismo en nuestras sociedades parecía que se había llegado al desarrollo completo de la democracia universal. 

Quienes proponían desde sus bien surtidas bibliotecas tales innovaciones no contaban con la aparición de Tik Tok, y otros medios de destrucción masiva del intelecto humano. A mayor difusión de redes sociales menos lectura de libros y más desaparición de librerías.

Cualquiera que tenga contacto con las aulas sabe bien cuál es el grado de deterioro progresivo de la capacidad de concentración y de comprensión lectora con que los adolescentes llegan al Bachillerato y aún a la Universidad, invadida por legiones de estudiantes que apenas saben descifrar un texto escrito y redactar unas líneas que no estén plagadas de faltas.

Así, aparece un tipo de ciudadano asiduo a las redes sociales, que sabe cuál es el reparto de actores en la última serie de Netflix pero que no tiene sino ideas vagas de lo que es el capitalismo, el comunismo, la ilustración, el liberalismo, y personajes tan exóticos como Cervantes, Shakespeare, Molière, Churchill, y no les pidas que sitúen en el mapa a Alemania, y no digamos a Camerún, Panamá, o el río Amazonas.

Este personaje no sabe nada de lo que ocurrió en su país hace más de diez años. Para él la historia es un conjunto de cosas que sucedieron antes de que él dispusiera de un dispositivo móvil, y por consiguiente no merece la pena molestarse en recordar, porque es muy antiguo.

Este votante anónimo votará a cualquier influencer que suelte unos cuantos tacos con gracia, y prometa arremeter contra todo lo que existe. Votaría cualquier despropósito, con tal que sea dicho con desparpajo.

Aplaudirá entusiasmado a quien le prometa eliminar los impuestos y la privatización de los servicios públicos, sin imaginar que será él la primera víctima de tal despropósito. Aclamará a quien le prometa la libertad de mercado, sin saber que esa libertad terminará con sus derechos. Se reirá maravillado cuando algún personaje de esta colección esperpéntica diga lindezas tales como que “La justicia social es un invento de la izquierda”.

Porque para valorar una propuesta hay que tener una mínima idea de cómo funciona una sociedad. Hace falta un poco de formación. De perspectiva. Hace falta tener conocimientos. De eso que llamábamos antes “cultura”.

Esta legión de indocumentados ha llevado recientemente al poder a personajes que hablan con su perro difunto en sesiones espiritistas y defienden el terraplanismo. Todo ello sazonado con el ingrediente del nacionalismo, el alucinógeno más poderoso para destruir el pensamiento crítico al son de banderas victoriosas.

El desafío consiste en educar en el pensamiento crítico. Educar a “honrados ciudadanos y buenos cristianos” supone dotarlos de una herramienta potente de análisis social.

Ser crítico supone estar convencido de que la verdad no es aquello que se me ocurre en el momento y me hace gracia, ni lo que corean con aullidos de horda tribal mis congéneres ideológicos. La verdad no es lo que me gusta escuchar. Suele ser lo contrario.

La verdad hay que buscarla con empeño y esfuerzo; con dolor y audacia. Por el camino que vamos, la propuesta de la República de los filósofos se convierte en la República de los idiotas. Ya está aquí.

[1] Nota del traductor: “Yo podría… disparar a alguien y no perdería ningún votante”.

3 Comentarios

  1. JOSE ENEBRAL

    Ciertamente, el pensamiento crítico consiste en buena medida en buscar la verdad; no en buscar fallos o defectos, sino en buscar la verdad. El pensador crítico tiene dudas y presenta una actitud exploratoria; es consciente de sus prejuicios y contrasta toda la información; se muestra razonable y abierto, y lentifica sus inferencias… La cosa es que, para ser creyente, para creer lo que no se ve, lo que se sitúa al margen de la razón, se ha de aparcar el pensamiento crítico y entregarse a la fe; dicho de otro modo, se habría de adulterar el concepto de pensamiento crítico (o subordinarlo) para hacerlo compatible con la fe. Así lo veo, sin pretensiones.

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  2. Miguel Gambín

    Afirmas que la fe religiosa es incompatible con el pensamiento crítico porque se basa en cosas que no se ven. Es muy poco el espacio para responder con detalle, pero intentaré hacer una síntesis rápida.
    Las creencias están presentes en todo. No habría vida social sin creencias. Y la mayor parte de las decisiones que tomamos no están basadas en evidencias científicas, sino en creencias. Algunas son religiosas, pero las hay políticas, sociales, emocionales, etc.

    La fe religiosa se sustenta en una interpretación de la realidad. Porque la realidad empírica es interpretable. La pretensión de cientifismo positivista del s. XIX ha quedado pulverizada por la misma ciencia. Porque la física cuántica, la teoría del Big Bang, la teoría de la relatividad hacen cada vez más improbable un universo sin una Racionalidad fuera de la misma materia. La fe religiosa es un intento de respuesta a la complejidad de un universo lleno de misterios. Ahora bien, cualquier fe, tanto religiosa como política, puede ser transformada en fanatismo que filtra la realidad y vacuna contra la verdad. Pero desde la fe se puede estar muy abierto a todo lo que ocurre, y ser racional. Lo demás son filosofías que han quedado atascadas en el s. XIX.

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  3. JOSE ENEBRAL

    Pero Miguel, qué cosas dices… Yo no he sostenido que la fe religiosa sea incompatible con el pensamiento crítico; he hablado más bien de hacerlos compatibles, de aparcar el primero, de subordinarlo… Por esa vía surge un margen de creencia que, claro, no es la creencia «total», porque se hace creer a los creyentes cosas muy cuestionables. Te pongo un ejemplo: yo no me creo en absoluto lo del milagro de las bodas de Caná. No te hablo yo del Big Bang, ni de la relatividad, ni del cientifismo positivista; te hablo de agua y vino. Pues vaya un Dios que, para hacerse conocer, para hacer seguidores, les convierte en agua en vino… Vaya un estreno. Así no tiene mérito hacer seguidores, caramba. No, no puede ser cierto, y uno no necesita creer eso, para creer en Dios.

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