La residencia para sacerdotes jóvenes

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

25 octubre 2022

Soy un antiguo edificio cargado de siglos. Cuando conocí a Don Bosco ya conservaba las cicatrices que la guerra había dejado sobre mis muros.

Nací como convento de frailes franciscanos siglos atrás. Mi claustro irradiaba silencio, austeridad y acogida incondicional a los pobres. Todo cambió con el paso de las tropas francesas. Todavía recuerdo con horror cómo mutilaron mi cuerpo y mancillaron mi antiguo esplendor. Protesté con todas mis fuerzas al verme convertido en dependencia militar… Me sumergí en un silencio oscuro cuando, décadas después, me abandonaron y a punto estuve de ser demolido.

Pero una nueva luz alumbró la última etapa de mi vida: me transformaron en residencia para sacerdotes jóvenes. En mi interior aprendían a ser curas distintos para los nuevos tiempos que comenzaban a latir en la ciudad de Turín. Estudiaban, reflexionaban en el silencio de mi claustro, conocían las nuevas pobrezas y aprendían a predicar con palabras sencillas.

Cuando llegó Juan Bosco, le acogí con la mejor de mis sonrisas. Un halo de alegría rodeaba a aquel cura joven. Nunca se quejaba del tiempo presente. Miraba al futuro. Sembraba de esperanza sus días y sus trabajos.

Meses después fui testigo del milagro: la sonrisa del joven sacerdote se multiplicaba en los labios de varias decenas de jóvenes aprendices que le acompañaban siempre. Eran chicos pobres; pequeños albañiles que, tras agotadoras jornadas de trabajo sobre el andamio, recalaban en la amistad y afecto de Don Bosco.

Durante los primeros días le seguían hasta la puerta de la Residencia. Tras la despedida, Don Bosco penetraba en el silencio de mis muros. El bullicio de los chicos quedaba fuera.

El conflicto estalló tras la fiesta de santa Ana, patrona de los albañiles. Don Bosco decidió acoger a sus nuevos amigos. Tras unos momentos de duda, accedí a sus deseos. Abrí mis puertas de par en par para que entrara aquel grupo de chicos que esperaban en la calle… Y con ellos se instalaron entre mis muros los juegos y el bullicio, las palabras pronunciadas a voz en grito, las carreras, la emoción y la alegría… Noté cómo rejuvenecían mis paredes decrépitas. Dispuse la mejor de mis salas con mesas llenas de galletas y dulces, panecillos, chocolate, bizcocho, café y leche… Fue una fiesta inolvidable.

A partir de este momento, crecieron las miradas adustas de los sacerdotes residentes. Aumentaron las protestas. Se multiplicaron las murmuraciones.

Al terminar aquel año, Don Bosco marchó. Le vi alejarse desde la altura de mis muros. Le envidié. Me dejó a solas con el silencio y el estudio. El latido joven de sus muchachos se fue con él.

Nota: 1842. Don Bosco, sacerdote recién ordenado, se prepara para la acción pastoral en la Residencia para sacerdotes jóvenes de Turín. La presencia de varias decenas de jóvenes aprendices, que ya forman su incipiente Oratorio, perturba la tranquilidad de aquella Residencia sacerdotal. Meses después Don Bosco marchará con sus jóvenes a otro lugar. (Memorias del Oratorio. Década Segunda, nº 13).

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