Nunca supe mi lugar de origen. Tan sólo recuerdo vagamente un tiempo compartido con otras sillas. Frecuentemente regresan a mi memoria las oscuras paredes de la taberna que habité durante años; el olor del vino a granel; las voces de los borrachos; y el silencio denso de la noche, cuando la tasca cerraba sus puertas y cada cual regresaba a su miseria.
Mis patas de madera de roble soportaban con entereza las penalidades. Mi asiento, tejido con cuerda de cáñamo, se mantenía en buen uso. Pero con el paso del tiempo envejecí. Terminé abandonada en un solar.
Entonces llegaron ellos. Vestían raídas blusas de obrero y pantalones de pana. Caminaban presurosos. Reían. Temblé cuando me tomaron entre sus manos encallecidas. ¿Sería mi destino una hoguera que paliara el viento helado del invierno?
Salimos de la ciudad. Se juntaron otros muchachos. Tras largo camino, llegamos a un amplio prado donde una multitud de chavales jugaba con aros, bochas, zancos, cuerdas… Un cura joven, recio y de baja estatura, era el latido de alegría que a todos animaba.
El sonido de una trompeta se alzó sobre el barullo. Cesaron los juegos. Se hizo el silencio. Dos jóvenes asentaron y clavaron mis fuertes patas de madera sobre la mullida hierba del prado. Tantearon mi estabilidad y le invitaron a subirse… Todos los mozalbetes se arremolinaron en torno a Don Bosco que, subido sobre mí, agigantaba su figura y sobresalía entre la multitud.
Fue entonces cuando comenzó mi nueva vida. Desde la escasa altura de mi asiento, el joven sacerdote habló a sus muchachos. Su voz era como campana que convoca a la esperanza. Sus palabras dibujaron un arco iris en el que brillaban los colores de la misericordia, el perdón y la alegría. Sus amenas historias fueron como bálsamo que cura las heridas de la vida.
Nunca más me separé de ellos. Me trasladaron de prado en prado. Me hice imprescindible. Me llené de satisfacción y orgullo: yo hacía grande a aquel cura de baja estatura. Terminé mis días en la leñera del Oratorio, aquejada de un ataque agudo de carcoma. Observando todo el bien que hacía Don Bosco, comprendí la verdad: no era yo quien había contribuido a engrandecer su figura; fue él quien me aupó a la esperanza, dio sentido a mi vida y me hizo grande cuando yo era tan sólo una desvencijada silla de taberna abandonada en un solar.
Nota: Marzo de 1846. Don Bosco se ve obligado a abandonar la casa Moretta. Alquila un prado a los hermanos Philippi donde reúne a sus muchachos. Subido a una silla habla a los jóvenes que se acercan ansiosos a escucharle. (Memorias del Oratorio. Década segunda, nº 20).
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