Estos días estamos que no podemos más: La pandemia desbocada a causa de la irresponsabilidad ciudadana, como habían augurado los expertos; la ola de frío más intensa en cincuenta años; las imágenes del intento de golpe de estado con violencia en la primera democracia de la historia moderna, por citar solo algunas causas de desasosiego. Y, aderezando todo este conglomerado, tenemos a negacionistas negando la pandemia, la nieve, las vacunas, y cuestionando la esfericidad de la tierra.
¿Qué tienen en común los movimientos populistas con los negacionistas de la pandemia, y los terraplanistas?: La negación de la realidad, o, si se quiere, la creación de una “realidad alternativa”. Ésta es la otra pandemia, devastadora y sin posibilidad de vacuna alguna. Me refiero a la pandemia de la estupidez.
Esto no ha surgido de la nada, sino que está relacionado con varios rasgos de nuestra cultura occidental:
La exaltación del individuo frente a lo objetivo y externo. Y aquí metemos a cualquier institución, y autoridad.
La desconfianza de las instituciones. En estos años de crisis financiera muchos ciudadanos ven a las instituciones como cómplices de las desgracias que les suceden, o, por lo menos, las consideran ineficaces.
El cuestionamiento del concepto esencialista de verdad. La verdad no está en las cosas, sino en la percepción que tengo de ella. Verdad es lo que me conviene, me agrada, lo que en este momento me apetece admitir como tal.
De ahí a poner en duda la verdad científica, que tan trabajosamente se han destilado en la cultura occidental a lo largo de cinco siglos. Y esto sin rubor ni complejo. Así, se defienden teorías que hace unos años a nadie se le hubiera ocurrido proponer, como el terraplanismo. La verdad subjetiva es tomada en cuenta sin pasar por ninguna criba, bajo pretexto de la respetabilidad de todas las opiniones.
Cuando estas “verdades” con compartidas por un grupo, se comparte un relato compartido acríticamente, según conveniencia, frente a los hechos probados, sin ser cuestionado críticamente. Y si a este grupo se les presenta un enemigo común, ya se les da una razón de existir, alimentado por la emoción.
Si a esto le añadimos unos toques de nacionalismo enfermizo (expresión redundante) con bandera y marcha militar (la marcha militar es facultativa), ya tenemos el cóctel perfecto para inhibir el ejercicio del pensamiento crítico.
Una primera reflexión desde la perspectiva del educador es la urgencia de educar al pensamiento crítico en las aulas. El educador salesiano debe ofrecer herramientas que permitan reflexionar, relacionar acontecimientos, enfrentarse a verdades enlatadas; fomentar la autonomía de pensamiento. Es una vacuna poderosa frente a estos movimientos de masas que suelen fomentar la exaltación del líder, el autoritarismo, y la renuncia al pensamiento autónomo.
Estos grupos tienen otra característica inquietante: su connivencia con los sectores más rancios del catolicismo. Por ejemplo, recordemos las acusaciones delirantes del inagotable Viganò, partidario de Trump, en las que denuncia el supuesto complot del Papa con Biden para expulsar a su adorado líder de la Casa Blanca. ¿Qué importan los hechos, si ya tengo el relato que conviene a mis hordas?
Es preocupante que estos movimientos encuentren en sectores de nuestra Iglesia unas simpatías que por otro lado no constituyen un hecho nuevo. Basta con mirar al pasado, y no lejano.
Frente a esto, en la Iglesia Católica debemos hacer una valiente autocrítica y no caer en los viejos errores de identificarse con aquellos que van a “defender” lo que entienden por civilización cristiana. Porque estos grupos que abundan en discursos patrióticos suelen carecer de propuestas sociales, y de atención a los más desfavorecidos. Suelen suplir su falta de sensibilidad social con agitación de banderas y sentimientos patrios. Son vendedores de humo experimentados.
Lo único que tenemos que defender como Iglesia es a los más vulnerables, a los más débiles. La mejor forma de anunciar el Evangelio es repetir los gestos liberadores de Jesús. Cuando la coherencia con el evangelio conduce a la identificación con el pobre, el extranjero, quien tiene hambre y sed, el enfermo, el excluido… incluso es posible que se lleve uno el sambenito de “comunista”, como le ha pasado al mismo papa. Ya sabemos: quien sigue los pasos de Jesús, termina crucificado.
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