Metamorfosis global

15 noviembre 2022

La guerra de Ucrania ha puesto más en evidencia, si cabe, que estamos ante un nuevo orden geoestratégico mundial. Una nueva política de bloques y una manera diferente de concebir la guerra fría dibujan un panorama global bien diferente al de hace tan solo algunas décadas. El índice de desarrollo humano pone de relieve el crecimiento económico de las nuevas potencias emergentes y esto no es ya solo cosa de dos. Las grandes alianzas geoestratégicas se redefinen en función de deslizamientos ideológicos y de una economía que busca fortalecerse con la ley del libre mercado a costa de los más débiles.

En este nuevo orden mundial, Europa sufre una crisis sin precedentes y se enfrenta al desafío de apuntalar en el mundo una nueva presencia más fuerte y con mayor capacidad de liderazgo, sin dejarse vencer por la tentación de los nacionalismos que siguen aflorando en diversas naciones abanderadas por políticas populistas (Polonia, Hungría, Italia…). Como europeos, tenemos por delante la posibilidad de salir fortalecidos de la crisis, cohesionados y con políticas comunes o, por el contrario, quedar relegados de los grandes centros de decisión mundiales.

Las consecuencias de la guerra en Ucrania no se han hecho esperar. Una guerra devastadora que se alarga mucho más de lo inicialmente previsto y que está desencadenando una crisis económica mundial, además de la devastadora masacre de millones de vidas humanas y de personas desplazadas que abandonan su tierra huyendo de la destrucción y de la muerte.

Las derivadas económicas del conflicto eran previsibles. La guerra no solo afecta a los países implicados, sino al mundo entero y, de modo especial a Europa. Se diría que hemos globalizado el conflicto y, de consecuencia, todas las secuelas de la guerra nos afectan a todos. La crisis económica se siente desde hace meses en la Unión Europea con una inflación desmesurada, el índice de precios al consumo disparado y una crisis energética que afecta a la industria y a la empresa, a la espera de un invierno que toque también los hogares de los ciudadanos, que deberán afrontar el frío con limitaciones de energía y con los precios por las nubes. Como siempre, los más afectados son los más empobrecidos y los hogares más vulnerables. Las respuestas de los gobiernos no pueden ser aisladas y las respuestas han de ser consensuadas para proteger a los más desfavorecidos. Pero el fracaso de la Unión Europea, tanto en el ámbito diplomático para frenar la guerra, como en las respuestas unánimes para proteger a la población, parece palpable por muchos discursos grandilocuentes que podamos escuchar en estos meses de conflicto.

Por otro lado, la crisis de los desplazados por la guerra de Ucrania se ha venido a sumar,  de forma dramática, a la realidad – ya suficientemente sangrante – de refugiados, demandantes de asilo y migrantes que vive Europa desde hace décadas. Discursos populistas sobre las fronteras, los muros y el primero nosotros, hacen su agosto en el caladero de votos de una ciudadanía atemorizada y atenazada por la incertidumbre, mientras – menos mal – una cierta corriente de solidaridad y simpatía, de acogida y de apertura se abren paso a duras penas en un importante sector de la sociedad.

Pero, ¿dónde está la Iglesia en este nuevo orden mundial? La crisis de Europa es paralela a la crisis de la Iglesia en el continente. Es verdad que la falta de significatividad, el avance del secularismo y la poca credibilidad de la institución en algunas naciones hacen que en muchos lugares, la presencia eclesial sea relegada a la irrelevancia. Frente al nuevo orden geoestratégico, frente a un mundo en crisis, ante una Europa en declive, la Iglesia puede contribuir con nuevo impulso y nueva perspectiva a la construcción de un nuevo orden donde no solo primen los intereses militares o económicos, sino donde emerjan alianzas culturales, educativas, filosóficas o religiosas. La figura del Papa, cuyo liderazgo mundial es reconocido por muchos, puede ayudar a mirar a Europa y al mundo con ojos diferentes y contribuir, con una nueva visión de la realidad y de humanidad, al surgimiento de una civilización donde la persona y la vida estén en el centro de las preocupaciones de los gobiernos y de las políticas de desarrollo del concierto mundial.

Las dos encíclicas sociales, Laudato sì y Fratelli tutti, son toda una declaración de intenciones. Un modo nuevo de situarse en el mundo global y en la vorágine de la crisis que nos azota. El cuidado de la casa común y la búsqueda de la fraternidad se convierten en dos ejes de su magisterio y nos sitúan en medio del mundo como una palabra de esperanza para una humanidad abrumada por la incertidumbre y el malestar. Más allá de la política y de los nuevos modelos geoestratégicos, la propuesta de Francisco apunta al corazón del ser humano, a pensar el mundo de otra manera, a implicar a todas las fuerzas de bien en darle la vuelta a la realidad para devolver dignidad a los empobrecidos, a avivar la confianza en la humanidad y amasar un futuro mejor para todos, a superar egoísmos y visiones estrechas de la economía, a replantear las políticas de los poderosos para prestar más atención a la persona y, sobre todo a las más vulnerables.

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