Y lo cierto es que fue así: en esa zona tan chic que algunos llaman “La milla de oro”, por la avenida Montaigne y otras calles adyacentes, nos encontramos algunas bolsas vacías con los logotipos de Louis Vuitton, Balenciaga o Armani que, sin duda, habían contenido blusas, zapatos, cinturones o relojes por valor de cientos o incluso de miles de euros, y que sus poseedores habían desechado a las primeras de cambio, en medio del frenesí de la compra.
Y a juego con lo anterior, los despampanantes Austin Martin, Ferrari o Rolls Royce aparcados con premeditación y alevosía junto a las mismas narices de los hoteles de gran lujo, como si estuviéramos viendo una película del Agente 007.
Todo esto me hizo pensar. No se trata de demonizar a los ricos por ser ricos, sino de poner de manifiesto el sinsentido de la ostentación de la riqueza.
La parábola de Jesús del rico y el mendigo Lázaro, tal como nos cuenta el capítulo 16 del evangelio de Lucas, ya abordó la riqueza insultante del que banqueteaba espléndidamente a la vista del pobre cubierto de llagas y sin más compañía que los perros; de esto hace 22 siglos y no ha perdido ni un ápice de vigencia. A este respecto, el teólogo Xabier Pikaza comenta: “Al rico no se le condena en general por su riqueza, sino por el hecho de que no ha sabido recibir la vida como un don y no ha ofrecido su ayuda al pobre enfermo y hambriento que se consume precisamente al lado de su puerta”. Y remacha: “No es pecado la riqueza tomada por sí misma; pero es pecado la riqueza que permite que los pobres mueran; es pecado la falta de solidaridad que divide a los hombres y consiente que los unos naden en la abundancia mientras los otros se consumen en su mundo de hambre y de miseria”.
Tomando el título de la novela de Víctor Hugo y del musical que triunfó en los teatros y en el cine, en el París actual ya no hay “miserables” con perro en la puerta de los restaurantes con tres estrellas Michelin. ¡Los seguratas no lo permitirían! Pero en las bocas de metro de esa zona, tales como George V o Franklin D. Roosvelt, si uno se fija bien, no tardan en aparecer los lázaros de hoy, son inconfundibles: ropa raída, tez morena, mirada perdida. Y están a dos pasos: en la “Milla de oro” de esa ciudad fascinante que es París y en la mía. O también en la que ahora vivo, por más que tenga un color especial, que lo tiene.
Josep Lluís Burguera
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