La navidad está a la vuelta de la esquina y lejos de ser un sendero con olor a pino, imagen muy propia del adviento, se nos plantea quizás como una autopista convulsa e irrefrenable en la que no dejan de llover listas de pendientes: decorar, comprar, reuniones a la que acudir, etc.
Me detengo ante este panorama y me resuenan las palabras del Papa Francisco en navidades pasadas: “La Navidad suele ser una fiesta ruidosa: nos vendría bien un poco de silencio, para oír la voz del Amor”. Este consejo me invita a observar este camino hacia la navidad y apuntar hacia su esencia, afinar el oído para escuchar.
En la navidad celebramos al Dios de la sencillez, de la desnudez, de la ternura y de la inocencia.
Dios se ha hecho hombre en una familia joven y pobre, en un humilde pesebre, en medio de animales del campo y cobijado por la austeridad de la noche. No hay vestidos nuevos, aromas exquisitos, ni purpurina. Contemplar el belén me invita a reconectar con su sentido: Dios se hace presente en nuestras vidas, sin orquestas ni ruidos “desde abajo, desde dentro, desde cerca”, como coreamos en la canción de Ain Karem.
Es navidad la fiesta en la que celebramos nuestro encuentro con Dios, que viene con las manos vacías, desnudo, pero que nos abraza en nuestra totalidad, nos cobija y nos deja con el corazón lleno de amor.
Me maravilla cómo estas fechas, para creyentes y no creyentes, se impregnan de un ambiente especial, abrimos la puerta a la magia y a la fe. Pudiéramos decir que reconectamos con la niñez que se ilusiona, que ve todo con ojos renovados y que le abre la puerta a las posibilidades. Aprovechemos esta última curva del camino de adviento para hacer silencio y escuchar el latido de la vida, la sonrisa de este recién nacido, la voz del Amor.
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