“Si no pasa nada…”, “no le voy a pedir dinero a mis padres, eso lo tengo claro”, “duele, pero quiero que deje de doler”, “me doy asco y sé que soy basura”, “si solo es uno”, “fiesta y polvito nada más (ríe)”, “¿y tú nunca…?”, “si la vida te va a seguir dañando, ¿para qué curarme?”, “ya tiraron la toalla por mí”, “no, pero si el porro no huele y cuando llego mis padres ya están durmiendo”, “o en mi habitación o en el parque; no quiero más”, “tú no lo entiendes”, “no le importo a nadie”, “tienen que pagarme la multa ahora, pero en un año si me vuelven a pillar, pues a la cárcel”, “y que más da si me suicido, resuelvo mis problemas”, “vendo la patineta y pillo unos treinta y cinco”, “siento un vacío aquí (el chico se toca el corazón) y duele, no veas como duele”, ojos lacrimosos, respiración profunda y acelerada y apretando el puño y dando un golpe en la mesa recuerda que se prometió no llorar, “ya lloran muchos por mí”…
Son algunas de las frases con las que suelo vivir desde hace unos años sin necesidad de buscarlas, vienen ellas solas, basta con tener la puerta abierta al trabajar, volver a la comunidad pasando por parques y plazas, llevar una red con balones o simplemente asistir activamente un patio. Basta con ser signo coherente del amor de Dios entre los silencios sociales. Basta con clamar “libertad” ante las cadenas de la desestructuración familiar, el hastío juvenil, una plaza repleta de jóvenes entre catorce y dieciocho años que, con falsas sonrisas, fuego en mano y pitillo en la oreja derecha, suben sus rotos y caídos pantalones mientras su mirada prisionera se entrecruza con la tuya clamando una libertad enmudecida.
Pero ellos, ¿desean cambiar? No me cabe la menor duda de que son víctimas de las realidades sociales que han aplastado por completo nuestra coherencia de vida en palabras y hechos. Aunque ellos, olvidados absolutamente por muchos en la praxis, sobre todo por el sistema político, social y cultural que maqueta y prepara documentos fundamentados en teorías que no tocan la realidad actual ni la palpan, son los primeros que se acercan si ven coherencia en nosotros. Son ellos quienes dan el primer paso creando una apertura invisible de un mar, que, aunque lleve a la libertad también conduce al dolor: “si la vida te va a seguir dañando, ¿para qué curarme?”, me decía un alumno hace pocos días.
Sin un porqué, sin una luz, somos dirigidos a un camino que acaba en cruz. Pero en esos momentos el educador, que muchas veces silencia el nombre de Dios, es cuando debe recordar las palabras de Juan (8,32): “la verdad os hará libres”.Es hacia esa libertad a donde nos guía el Señor, pues su mayor deseo es que vivamos en ella, por eso envió a su hijo a morir en la cruz, para ser salvos. Por eso, sin la presencia de Dios nada podemos hacer.
Libertad soñada y esperada, pero rehén de nuestros actos. Libertad maquillada de sonrisas y expresiones faciales que anuncian muerte y dolor. Libertad caduca por nuestro inmovilismo, miedos y temores: “no seré capaz”, “si lo hacen todos”, “no saldrá de ahí…” Frente a ello, al menos bajo mi humilde visión y hacer en donde muchas veces solo escucho, me avalan las frases de los mismos chicos: “gracias por dedicarme tu tiempo”, “no entiendo cómo has preferido escucharme”, “cuando mis amigos no me cogían el teléfono, ahí estuviste tú”, “seguí tu consejo, pero duele y quiero que deje de doler”, “es la primera vez que alguien me dice que reza por mí”…
Cuando nuestros mares comienzan a abrirse, Dios es el garante de que pasaremos en seco, nos lo ha prometido, nos dará la libertad. Él lo hará. La secularización ha hecho sacar a Dios muchas veces de nuestros principales ámbitos vitales. El ser humano necesita símbolos que recuerden el silencio del mundo ante Dios. Si Dios habla continuamente, ¿por qué es menester ponerlo en modo avión? Para ser signos necesitamos del símbolo y ahora, más que nunca, necesitamos su uso constante, necesitamos ponerlos en bucle. No queremos la imposición, sino la proposición. Y más ahora que queremos todo rápido: audios en “x2”, uso de reels en aplicaciones por el hartazgo de videos de más de un minuto, comida “rápida”, su propio nombre lo indica. Odiamos la espera, detestamos perder el tiempo y el agobio producido por no tener respuesta directa ante un problema: ansiedad, depresión, desesperación ante la espera. Nuestros vacíos profundos y hondos alimentados por el tiempo y por nuestros haceres y dejadeces incitan al olvido rápido e instantáneo de nuestra sociedad microondas en base de: relaciones esporádicas, noches de desenfreno, botellones inminentes y porros rápidos que olvidan y enmudecen el dolor durante cortos períodos. ¿Y luego qué?
Cruzar el mar, no condujo al instante al pueblo de Israel a la libertad de Dios, pues pasaron cerca de cuarenta años cansados de caminar por arenales desérticos sin encontrar rápidamente la libertad prometida, cansados de tanto andar fueron tentados fácilmente, pero la coherencia de las profecías mesiánicas, aunque vieran grandes temporales al final de los cruces del camino, les aferraba en saber que esperaban una libertad gloriosa. Sabían que era Dios el que podía hacerlos cambiar y transformarlos.
“Si la vida te va a seguir dañando, ¿para qué curarme?” me decía uno de los chicos que Él me ha puesto en el camino. Yo, entrecruzando mi mirada con la suya, le prometí que si se dejaba ayudar podría encontrar fuera lo que le faltaba dentro, pues Él nos prometió acompañarnos y estar con nosotros. Solo desde la dulzura y el amor sincero y rezado llego a comprender y experimentar que “cuando estamos entre ellos, ellos son mejores”. Ellos saben encontrarnos más fácilmente si les mostramos la Verdad, con nuestras debilidades y fortalezas. El silencio de este clamor les hace resonar en su interior, en lo más profundo de sus corazones heridos, que sí, que la verdad nos hará libres.
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