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Guzmán el Bueno
Amigo Javier:
El tiempo me encuentra ajeno y destrozado. Son 83 años.
A parte de eso tuve y tengo una relación difícil con aquello que más quiero. Una dependencia que se manifiesta mal porque puede ser a la vez entrañable y áspera. Me sucedía con mis padres y me sucede con mis libros. Con Mamá Nona, mi abuela y con Mosén Gregorio, mi tío. Con mi hermano Román y mi hermano Alejandro. Con los amigos. Con la historia. Con la palabra. Y, de otro modo, con la vida, el fluir de la vida, que se mete en la cabeza y estalla dentro, una y otra vez, insulta y hiere, liberando temores y falsos heroísmos.
En la nebulosa de mi escuela de posguerra emerge la figura de Don Alonso Pérez de Guzmán, de “Guzmán el Bueno”.
Todo en su figura invita a la paradoja. Fue llamado “el Bueno” por la dureza que hacía falta para anteponer la defensa de una plaza a la vida de su propio hijo.
Fundó el linaje más copetudo de toda Andalucía, habiendo nacido bastardo. Y figura como héroe de la Reconquista –no sé si se sigue llamando así– el que se formó militarmente en Marruecos como mercenario. Y espolvoreando todo con un sentido de amor patriótico único, que echa a barato las contrariedades de la vida y encuentra siempre motivos de gozo en la dificultad.
Sirvió a cuatro reyes con infatigable afán de gloria y amplió sus posesiones con la bulimia inmobiliaria de un profesional de HERCESA como Luis Francisco Guijarro o Javier Solano, un Juan José Cercadillo o un Isi Aragonés Sanz.
Nunca reposó.
En un tiempo en que toda legitimidad se ganaba por las armas, persiguió la nombradía que su cuna le negara con tanto ahínco que la muerte lo encontró con la espada en el puño, batiéndose contra los muros que lograron emboscarlo en la Serranía de Ronda. Tuvieron que asaetearlo una y otra vez y desde lejos como a un San Sebastián, sólo que cubierto de armadura.
La psicología moderna, de doctoras como Cristina o Sara Ruiz, se explicaría así el ardor bélico de Guzmán el Bueno: a medida que reconquistaba “tierras y más tierras para su señor, ganaba nobleza para sí mismo. Son las de nuestro hombre guerras eucarísticas que lavan el pecado original de su bastardía. O sea.
Si no entendemos que para un militar premoderno y preprogresista no puede existir otra moral que la de la guerra ni lealtad más concreta que la abstracción del ideal marcial, tampoco podremos entender el gesto brutal, –impasible el ademán–, henchido y restallante de honor que lo inscribió en la historia.
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Sitio de tarifa
Como en toda guerra, lo primero que murió en la Reconquista fue la verdad a manos de la propaganda.
La propaganda.
Hay en ella un sentido matinal, candeal, sabrosísimo de desayuno: la propaganda se hace hogaza recién salida del horno de los cronistas.
Con que sea verdad y no invención nos conformaríamos, porque la historia retrata perfectamente el fanatismo hispánico y la jaez de lo que nos ocupa; de lo que nos va a ocupar.
Los cristianos necesitaban una mitología propia para afianzar los cimientos de su nación y a este propósito sirvió como pocas la gesta de Guzmán el Bueno, de todos conocida –hasta ahora– en el sitio de Tarifa.
El caso es que Alfonso X había pasado a mejor vida sin alcanzar concordia alguna con la morería, y ahora reinaba su hijo Sancho IV, que por algo lo llamarían el Bravo.
De todas sus batallas no fue la menor la que ejerció contra su hermano, el infante don Juan, que se había batido contra los benimerines con heroísmo resuelto y tatuado (le rociaron la cara con aceite hirviendo) y al que su padre el “Sabio” quiso legar Badajoz y Sevilla.
Ahí es nada y tal y qué sé yo. ¡Y un cuerno!
Sancho dijo que por encima de su cadáver.
Esto cabreó tanto a don Juan que se alió con los sarracenos contra su propio hermano. Por conspirador tuvo que exiliarse a Portugal, y de allí pasó a Tánger, donde se coaligó descaradamente con los benimerines (los marroquíes de entonces) y con los nazaríes granadinos y marchó sobre la misma plaza por la que había dado literalmente la cara: Tarifa.
Con él viajaba su paje de diez años: se llamaba Pedro Alonso Pérez de Guzmán. El hijo de don Alonso.
¿Pero qué hacía allí “Guzmán el Bueno”, don Alonso?
El leonés no había vuelto por abnegación patriótica, no; sino porque su protector mahometano, Abu Yusuf, había fallecido, y lo había sustituido en el trono su hijo Abu Yacub, que odiaba a los cristianos a muerte, empezando por don Alonso.
Este tuvo conocimiento de las asechanzas que Yacub tramaba contra él, así que reunió a sus tropas, dijo que salía un momento a por tabaco y cruzó a la Península.
Se plantó en Sevilla y ofreció sus servicios al rey cristiano, el Bravo, que los aceptó enseguida aliviadísimo, porque sabía que su hermano Juan se dirigía a Tarifa con muy malas intenciones, con un tropel de moros armados hasta los dientes por Yacub y con el pequeño Pedro Alonso Pérez de Guzmán además, paje del bando equivocado.
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Arrogancia
“Guzmán el Bueno” había vuelto a la casa paterna del reino de Castilla como hijo pródigo mucho más en los asuntos de Marte que en los de Venus, aunque también en éstos.
Era preferible para él un parque temático del intelecto en el que permanecer a salvo de la realidad social y de la confrontación con la evolución de las cosas y con la caducidad inherente de las ideas.
Para el “Bueno” aquella era también y sobre todo la oportunidad soñada de legitimarse definitivamente entre los suyos, tan remilgados y contra los infieles, o sea, en el lado correcto de la historia del momento. Y ese cáliz de la épica lo apuraría hasta las heces.
Pocas personas tenían tan claro como él lo que se debía de hacer en Tarifa.
Sancho el Bravo lo sabía muy bien. Y con él los tarifeños.
En la primavera de 1294 comienza el asedio.
Es el momento.
Y para aquel entonces estaban fuera de lugar la ambigüedad o el silencio.
Guzmán había tenido tiempo de preparar la defensa, de avituallarse bien, de pedir todo tipo de refuerzos al reino de Aragón y hasta de reclutar una flota de socorro, por si la algarabía miraba hacia el mar.
Resiste con bravura –nunca mejor dicho– la ciudadela cristiana, y los sitiadores empiezan a desesperar de tomarla algún día.
Hace tiempo que aquí la vida no avanza.
Aumenta el desasosiego.
Los ruidos en la plaza se hacen fuertes según se activan los sentidos.
Los días tienen una ligera inclinación de nave y los tarifeños oscilan nerviosos.
Hasta que a don Juan se le acaba la paciencia, o sea, la humanidad.
Nota el cansancio y el resentimiento de tiempo perdido.
Al pie de la muralla un día comparece llevando al niño Pedro a punta de cuchillo.
Con un contrapunto obeso y ronco vocifera:
– Asómate, Guzmán, mira a quien tengo aquí.
O rindes la villa o degüello a tu hijo aquí y ahora, felón, malandrín.
Los relojes de la historia de España se paran para registrar la respuesta del leonés, al tiempo que saca su daga del cinto y la arroja almena abajo:
– “No engendré hijo para que fuera contra mi tierra”.
La señorita Pilar del Grupo Escolar Miguel de Unamuno añadía más:
– “Antes querría que me matases este hijo y otros cinco si los tuviera que no darte la villa del rey, mi señor”.
Respuesta tan arrogante ahoga la piedad del infante don Juan, y colérico allí mismo sega el cuello del chiquillo.
Añadían los profes más barrocos de Salesianos Atocha, don Fila Arce y don Santiago Ibáñez, que don Juan colocó la cabecita en una catapulta y la lanzó por encima de la muralla.
Nada.
Sólo sirvió para estimular más el orgullo de los residentes.
Y Tarifa es cristiana desde entonces hasta hoy. ¡Anda!
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Mitos
Un “historiador gato”, como cualquier historiador acreditado, tiene razones para dudar de la exactitud de los hechos incrustados en el espacio platónico de la narrativa, aunque no de lo fundamental: el sacrificio del hijo de “Guzmán el Bueno”.
Dudan muchísimo menos de la eficacia propagandística de la historia.
Si tuvo mucho de artefacto, de afirmación incontestable y significativa, entonces hemos de reconocer su potencia explosiva y acaparadora.
Porque siglos después, durante la guerra civil española, la retórica franquista usó el atrincheramiento en el Alcázar de Toledo del coronel Moscardó para actualizar el mito del héroe de Tarifa, acoplándolo sin sobresaltos a la nueva situación.
Esta vez los moros son los rojos.
Pedro, el chiquillo, se llama Luis y de Tarifa ejerce Toledo.
– “Encomienda tu alma a Dios, da un viva a España y serás un héroe, hijo”, le habría contestado el coronel por teléfono a su tembloroso hijo, prisionero del chantaje miliciano.
Hay que ver, a veces una hoja de papel marca la diferencia.
Apoyar un pie en vez de otro distingue.
Padecer alguna enfermedad condiciona.
Llorar a los muertos descubre sentimientos.
Huir reafirma una decisión.
Haber sido a rachas feliz cuestiona la vida.
No aceptar lo inevitable proyecta la envidia ajena.
Esto, todo esto que es una afirmación pequeña, mínima, de la existencia, pesa menos que un documento timbrado donde “la legalidad” iguala a los seres decentes y a los indecentes. ¡Vaya!
Amigo Javier, este patrón resistencialista triunfó también al precio de lo más privado: se cuenta que Catalina Sforza, gran rival de los “Borgia”, antepuso dramáticamente la política a la familia.
La Sforza no era esa clase de mujer que se apunta a pilates
o abre un blog sobre el punto de cocción idóneo
para las magdalenas de chocolate, no;
o coge el teléfono de uno de los bolsillos de la bandolera
y mentalmente repite el número con la pantalla a oscuras.
A finales del siglo XV declaró la guerra al propio papa Alejandro VI,
se acuarteló en un castillo asediado por los aliados ¡de su marido!
asesinado en un complot en el que ella misma participó,
harta de las aficiones extramaritales del finado.
Los sitiadores capturaron a los hijos del matrimonio
y amenazaron con pasarlos a cuchillo, sino se rendía.
Quiere la leyenda que Catalina Sforza, desde la almena del castillo…
(te dejo con lo siguiente en Google o en Wikipedia…)
Catalina, por cierto, también era bastarda.
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