Ayer estaba charlando con una amiga y salió el tema de los deportes. Me contaba lo revueltos e indignados que estaban algunos padres porque, para el año que viene, dividían el equipo de baloncesto en dos y quedaban los «buenos» por un lado y los «malos» por otro.
Entonces yo me acordé de cuando pasó lo mismo con uno de mis hijos. La razón que nos dieron los entrenadores fue que, cuando hay algunos bastante buenos o muy altos en un equipo, los restantes se achantan. Se dedican a pasarles a ellos los balones, no pelean tanto, etc. Y la verdad es que mi hijo – que no estaba precisamente entre los buenos- y todo su equipo mejoraron muchísimo el siguiente año. No sólo en su juego, sino en compromiso, en confianza… Porque ahora el juego dependía de ellos. Y se lo conté a mi amiga que me contestó : ¡Pues tiene sentido!
Yo no sé si la razón de este año es esa u otra. Lo que me pregunto es ¿Cuándo se ha instalado está desconfianza entre nosotros y por qué? ¿Por qué damos por sentado que los demás, en este caso los educadores, no piensan las cosas y, si las piensan es para mal? Y, sobre todo ¿Qué ganamos con eso?
¿Será un virus? O igual nos lo ha inoculado algún mosquito mutante de esos que hay ahora… O igual es un efecto secundario del E330, que dicen que es tan malo. Pero, la verdad es que la sospecha es como un veneno que se va extendiendo dentro de nosotros, como una epidemia.
¿Habrá algún antídoto o vacuna? Igual el remedio para este mal sea algo simple. Algo como pararnos a pensar antes de empezar a desconfiar y preguntar, si nos es posible. Y si no, confiar. Confiar en que en general «todo el mundo es bueno». Para muestra un botón: Acaso ¿no lo somos nosotros?
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