SEFARAD ES UCRANIA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

9 marzo 2022

Carta al presidente de la “Fundación Sefarad”

Dn. Mauricio Hatchwell Toledano

Jerusalén

Amigo Don Mauricio, shalom:

Espero que al recibo de ésta se encuentre usted bien, yo bien gracias a Dios.

Días recios nos toca vivir.

Días de cancelación.

Da igual, amigo, que se alce el puño o que se vaya a misa: todo el mundo es conservador, porque vive obsesionado con la conservación de su puesto, la permanencia de su sitio, que, claro, para él es imprescindible y único.

Disculpa si al escribírtelo –y ya nos tuteamos– activo una sonrisa breve, de urgencia y de incógnita. Indica la cadencia monótona de las cosas ya repetidas mil veces.

No hace falta ser Robert Michels, ese politólogo alemán que definió la ley de hierro de la oligarquía, para entender por qué a los jefes de cualquier institución no les gustan los solistas para nada. Según él toda la organización es oligarquía, y todo miembro señalado a la condición de oligarca conspira, a su manera, para evitar la emergencia de nuevos líderes que amenacen su posición.

Hoy es el público y no la orquesta el que decide quien lleva la voz cantante. Aunque también al público se le puede engañar a través de “lobbys” conservadores, muy bien conservados, cebados de engaños como verdades.

La verdad, no sé muy bien, por qué te escribo esto, pero escrito queda. Y oiremos a Michels rogando desde la tumba que nadie repita más eso de que los judíos siempre ganan.

Amigo Mauricio, una de las constantes de mi obra es la nostalgia de la infancia. No sé. Es posible que en la infancia se forje nuestro carácter. Y, como dijo Heráclito, creo, con una clarividencia extremadamente sutil, “el carácter es el destino”.

Salí muy tocado, chamuscado, de la infancia, con una visión de los demás y del mundo que ya no abandonaría nunca. De los años de mi niñez, añoro la mirada limpia que tenía entonces y la capacidad de sorpresa. Y los dos años largos en Casbas de Huesca y los tres en Salesianos Atocha hasta los trece años.

Todos los días rezábamos un Padrenuestro por “los judíos, los herejes, los infieles y los malos cristianos”. El confesor nos solía poner una penitencia aliñada con más ráfagas de discurso crítico, mezcladas con ciertas quebraduras que iban más allá de la edad.

– Tres Padrenuestros por “los judíos, los herejes, los infieles y los malos cristianos” –finalizaba unas veces.

– Tres Avemarías por los cristianos perseguidos en el Telón de Acero.

– El Telón de Acero– concluía otras veces.

Para mí era una idea fragmentada de el Telón de Teatro. A veces más abstracto. A veces más salvaje. Si el de Teatro te ocultaba. El de Acero te machacaba. Cuando sólo era un pasadizo capaz de abrir un horizonte.

Hasta aquí, amigo Mauricio, he venido buscando argumentos para centrarme en ti, en la Fundación Sefarad, en la Fundación Sancho el Sabio y en 1992.

Todos mis pasos seguían un deseo. Para alcanzarlo tuve que poner los pies encima y pisarlo. 1492. Es malo ver a sefarditas, nacidos en el destierro, que por las noches se pasan una mano por la cara para enjugarse el rojo de los párpados. 1992. Es bueno que los sefarditas tengan sentimientos de lágrimas. Y en Vitoria-Gasteiz.

Fue una temporada de trabajo encabritado, por el suplemento de clases en Madrid, a las que añadí cursos sobre “La Masonería. Mito y Realidad”. Nosotros, los obreros de la palabra y de la gestión, estábamos como poseídos, éramos grillos que saltábamos de un bastidor a otro, de una biblioteca a otra, de un monasterio a otro, de un archivo a otro. Éramos simplemente media docena, todo coordinado por mí, que me gustaba estar en El Escorial y en Montserrat, en Biblioteca Nacional y en Archivo Histórico Nacional, en Museo Sefardi de Toledo y en Museos de Vitoria.

Por devoción y por espíritu de conservación mantuve excelentes relaciones con los benedictinos de Estibaliz, Lazkao y Montserrat, con los agustinos de El Escorial y de Madrid, con rabinos reglados y sin reglar, con las Hermanas de Sion de Madrid y de París y, claro, con la Fundación Sefarad que tú presidías.

Con muchos de vosotros se estableció una amistad de esas que surgen en los momentos de emergencia. Son relaciones fuertes, leales, pero fundadas sobre el estado de excepción. Son únicas, no sobreviven. El recuerdo que dejan es como un agujero en la pared, una cicatriz.

Una cicatriz.

Mauricio Hacthwell Toledano.

Una cicatriz.

Baruj Garzón.

Una cicatriz.

Slomo ben Ami.

En los momentos de pausa veía las nubes en forma de abrazos, nítidas y violetas, alrededor del Palacio Zulueta en el Paseo de la Senda. Las fundaciones culturales, más todavía, humanistas, se entienden con las nubes, como un pastor con las ovejas. Las llaman, las reúnen, ordeñan su leche sobre las arrugas de los intereses de las oligarquías (mira por dónde Don Mauricio me viene bien los párrafos primeros de mi carta). Así, un chiquillo de posguerra, un hijo de obrero comunista y una maestra nacional católica practicante, delgados sin grasas de nostalgias, miraba la Fundación Sancho el Sabio al fondo de la Llanura alavesa y pensaba en las rutas secretas de tebeos que unían mi infancia en Madrid con “Los Judíos”, tercer volumen de la “Colección Besaide”, que fundé y dirigí durante seis años largos.

Querido Don Mauricio,

descansas ya en Jerusalén, en el Monte de los Olivos. Shalom.

Creías en los libros.

Tu Fundación Sefarad cree en los libros.

Tu amigo Paco de Coro cree en los libros. Porque tienen alma.

Los libros creen en la vida, por eso importan tanto. Y a veces contagian esa fe. Y a veces te salen al paso para siempre.

Los libros están inventados para durar y a su manera acogen la razón de todas las revoluciones pendientes. Hay párrafos, hay fragmentos, hay líneas. Hay fotografías que han dado y siguen dando sentido a millones de seres, a su existir, a sus motivos, a sus sueños.

No es romanticismo. Es verdad.

Los libros, que se venden o regalan o “traspasan”, nunca llegan solos a su nuevo destino. Los libros llevan, acumulan, una memoria visible: algunos tienen el ex libris del propietario anterior, quizá unos añadidos de puño y letra que traen sentimientos escritos, quizá unas líneas subrayadas que en algún momento significaron algo sorprendente ya para nosotros, quizá la esquina de una página doblada, quizá una firma, quizá una fecha, o un signo significativo, o una cartulina que hace de señal en cualquier sitio de la lectura.

Querido Don Mauricio, la expulsión de los judíos en marzo de 1492 puso fin a la presencia judía en Sefarad, cuya duración se había prolongado por espacio de quince siglos. Por eso, en el cauce de la Fundación Sancho el Sabio crucé sobre las llamas de nuestra historia, formulando deseos de tolerancia y de reconciliación.

Me acordaba de los “Padrenuestros” rezados por los “judíos, herejes, infieles y malos cristianos”. La cultura de la cancelación, ya sabes. El continente europeo se pasó los siglos cancelándoos por deicidas, pues “matasteis a Nuestro Señor”. Pero, y tú lo sabes mejor que nadie, somos gente de comercio, no de guerra, como se ve en la ‘defensa’ que le prestamos a Ucrania invadida por un país hecho al despotismo.

No te lo había dicho.

Rusia ha invadido Ucrania.

Nuestro problema “no es si Dios existe, es si se puede vivir sin creer en Dios” (Dostoyevski, Los demonios).

Ucrania se defiende y su presidente, el judío Zelensky no parece esa clase de líder que huye en maleteros.

Amigo Don Mauricio, sigo dando vueltas a la palabra cancelación, que es inmensa y difícil. La cancelación a la que me refiero es aquella que antes o después transforma el sentido de las cosas.

Shalom, amigo. Nos entendimos bien a lo largo de 1992.

Nuestro libro, nuestra exposición y nuestras Jornadas de Estudios tomaron alma.

Abrazo.

Paco

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